martes, 31 de julio de 2012

Desayuno en el crepúsculo - Philip K. Dick



—Papá, ¿vas a llevarnos en coche al colegio? —preguntó Earl, sa­liendo como una tromba del cuarto de baño.
Tim McLean se sirvió su segunda taza de café.
—No estaría mal que fuesen andando, para variar. El coche está en el garaje.
—Está lloviendo —dijo Judy, frunciendo los labios.
—No, no llueve —corrigió Virginia a su hermana. Levantó la per­siana—. Hay niebla pero no llueve.
—Déjenme mirar. —Mary McLean se secó las manos y se acercó—. Qué día más raro.
¿Eso es niebla? Pues parece humo. No veo nada. ¿Qué dijo el hombre del tiempo?
—No capté nada en la radio, excepto estática —dijo Earl.
—¿Vuelve a estar estropeado ese maldito aparato? —Tim se agitó irritado—. Si acabo de arreglarlo.
Se levantó y avanzó con aire dormido hacia la radio. Manipuló torpemente los diales. Los tres niños corrían de un lado a otro, preparándose para ir al colegio.
—Qué extraño —dijo Tim.
—Me voy.
Earl abrió la puerta principal.
—Espera a tus hermanas —ordenó Mary, distraída.
—Estoy lista —dijo Virginia—. ¿Tengo buen aspecto?
—Estupendo —dijo Mary, y le dio un beso.
—Llamaré a la tienda de reparaciones desde la oficina —dijo Tim.
Se quedó de una pieza al ver que Earl se hallaba en la puerta de la cocina, pálido y silencioso, con los ojos agrandados de terror.
—¿Qué pasa?
—He… He vuelto.
—¿Qué sucede? ¿Te encuentras mal?
—No puedo ir al colegio.
Sus padres le miraron fijamente.
—¿Qué ocurre? —Tim agarró a su hijo por el brazo—. ¿Por qué no puedes ir al colegio?
—Ellos… Ellos no me dejan.
—¿Quiénes?
—Los soldados —dijo de sopetón—. Están por todas partes. Solda­dos y cañones. Y vienen hacia aquí.
—¿Que vienen? ¿Que vienen hacia aquí? —repitió Tim, descon­certado.
—Vienen hacia aquí y se dirigen a… —Earl se calló, aterrorizado.
Se oyó el ruido de botas pesadas en el porche delantero. Un cru­jido. Madera astillada. Voces.
—Dios mío —gimió Mary—. ¿Qué pasa, Tim?
Tim entró en la sala de estar, presa de una angustia increíble. Ha­bía tres hombres de pie en el umbral de la puerta. Hombres con uniformes verdegrisáceos, cargados con fusiles y una nutrida profusión de aparatos. Tubos y mangueras. Contadores colgados de gruesos cables. Cajas, correas de cuero y antenas. Complicadas máscaras su­jetas sobre la cabeza. Tim vio bajo las máscaras rostros cansados y sin afeitar, ojos enrojecidos que le miraban con brutal desagrado.
Un soldado levantó el fusil y apuntó al estómago de McLean. Tim clavó la vista en el arma, aturdido. El fusil. Largo y delgado. Como un alfiler. Conectado con una serie de tubos enrollados.
—¿Qué demonios…? —empezó, pero el soldado le interrumpió salvajemente.
—¿Quién es usted? —Su voz era áspera, gutural—. ¿Qué está ha­ciendo aquí?
Se apartó la máscara. Tenía la piel cubierta de polvo, amarillen­ta, sembrada de heridas y pústulas. Le faltaban algunos dientes, y otros estaban rotos.
—¡Conteste! —aulló un segundo soldado—. ¿Qué está haciendo aquí?
—Muéstrenos su tarjeta azul —dijo un tercero—. Queremos ver su número de sector.
Sus ojos se desviaron hacia los niños y Mary, que contemplaban la escena en silencio desde la puerta del comedor. El soldado se quedó boquiabierto.
—¡Una mujer!
Los tres soldados la miraron, sin dar crédito a sus ojos.
—¿Qué demonios significa esto? —preguntó el primero—. ¿Desde cuándo está aquí esta mujer?
—Es mi esposa. —Tim había recobrado la voz—. ¿Qué pasa? ¿Qué…?
—¿Su esposa?
Los tres soldados dieron muestras de incredulidad.
—Mi esposa y mis hijos. Por el amor de Dios…
—¿Su esposa? ¿Y la ha traído aquí? ¡Debe estar loco!
—Ha contraído el mal de la ceniza —dijo uno. Bajó el fusil y cruzó el salón en dirección a Mary—. Vamos, hermana. Usted se viene con nosotros.
Tim se lanzó hacia adelante.
Una muralla de energía le golpeó. Cayó al suelo de bruces. Nu­bes de oscuridad giraban a su alrededor. Sus oídos zumbaban, le do­lía la cabeza, todo parecía disolverse en la nada. Distinguió vaga­mente formas que se movían. Voces. La habitación.
Los soldados procuraban reunir a los niños. Uno asió a Mary por el brazo. Le desgarró el vestido y lo arrancó de sus hombros.
—Caramba —gruñó—, la ha traído aquí y no la tiene atada.
—Llévensela.
—A la orden, capitán. —El soldado arrastró a Mary hacia la puerta principal—. Haremos con ella lo que podamos.
—Los niños. —El capitán indicó a otro soldado que se ocupara de los niños—. Llévatelos. No lo entiendo. Ni máscaras, ni tarjetas. ¿Cómo es posible que esta casa escapara al bombardeo? ¡El de ano­che fue el peor de los últimos meses!
Tim luchó por ponerse en pie, a pesar del dolor. Sangraba por la boca. Su visión era borrosa. Se apoyó en la pared.
—Escuche —murmuró—, por el amor de Dios… El capitán se asomó a la cocina.
—¿Eso es… comida! —Atravesó lentamente el comedor—. Miren.
Los demás soldados le siguieron y olvidaron a Mary y a los ni­ños. Se quedaron inmóviles alrededor de la mesa, estupefactos.
—¡Miren eso!
—Café. —Uno se apoderó del bote y bebió directamente de él. Se atragantó y el café se derramó sobre su chaquetón—. Caliente. Demonios, café caliente.
—¡Nata! —Otro soldado abrió la nevera—. Miren. Leche, huevos, mantequilla, carne. —Su voz se quebró—. Está llena de comida.
El capitán desapareció en la despensa. Salió con una lata de gui­santes.
—Tomen el resto. Tómenlo todo. Lo cargaremos en la oruga.
El capitán dejó la lata sobre la mesa con un fuerte golpe. Contempló a Tim con atención y rebuscó en su sucia chaqueta hasta encontrar un cigarrillo. Lo encendió con parsimonia, sin apartar la mirada de Tim.
—Muy bien. Oigamos lo que tiene que decir.
Tim abrió y cerró la boca. Las palabras no acudieron a sus la­bios. Su mente estaba en blanco. Muerta. No podía pensar.
—¿De dónde ha sacado esta comida, y todo lo demás? —El capi­tán indicó la cocina con un ademán—. Platos, muebles. ¿Cómo es que su casa no ha sido bombardeada? ¿Cómo sobrevivió al ataque de anoche?
—Yo… —murmuró Tim.
El capitán avanzó hacia él con semblante amenazador.
—La mujer, los niños, todos ustedes. ¿Qué están haciendo aquí? —Su voz era dura—. Será mejor que se explique, señor. Será mejor que pueda explicarme su presencia aquí…, o los liquidaré a todos.
Tim se sentó a la mesa. Respiró profundamente, tembloroso, in­tentando aclarar su mente. Le dolía todo el cuerpo. Se secó la san­gre de la boca, y descubrió que tenía una muela rota y le faltaban trozos de algunos dientes. Sacó un pañuelo y escupió los trozos en él. Sus manos temblaban.
—Vamos —dijo el capitán.
Mary y los niños entraron con sigilo en la cocina, Judy lloraba. Virginia estaba pálida del susto. Earl miraba con los ojos abiertos de par en par a los soldados, blanco como la cera.
—Tim, ¿te encuentras bien? —preguntó Mary, apoyando la mano en su hombro.
—Estoy bien —asintió Tim.
Mary apretó el vestido contra su cuerpo.
—Tim, no pueden llevárselo todo. Alguien vendrá. El cartero, los vecinos. No pueden…
—Cierre el pico —ordenó el capitán. Sus ojos brillaron de una for­ma extraña—. ¿El cartero? ¿De qué está hablando? —Extendió su mano—. Enséñeme su ficha amarilla, hermana.
—¿Ficha amarilla? —tartamudeó Mary.
El capitán se acarició el mentón.
—Ni ficha amarilla, ni máscaras, ni tarjetas.
—Son gepos —dijo un soldado.
—Puede que sí. Y puede que no.
—Son gepos, capitán. Será mejor que los liquidemos. No pode­mos correr riesgos.
—Aquí está sucediendo algo extraño —dijo el capitán. Se llevó la mano al cuello y sacó una pequeña caja que pendía de un cable—. Voy a lla­mar a un compol.
—¿Un compol? —Un estremecimiento recorrió a los soldados—. Espere, capitán. Nosotros podemos encargarnos del asunto. No lla­me a un compol. Nos pondrá en 4 y nunca más…
El capitán habló en la caja.
—Póngame con Red B.
Tim volvió la vista hacia Mary.
—Escucha, cariño, yo…
—Cierre el pico —le conminó un soldado.
Tim guardó silencio.
—Red B —chirrió la caja.
—¿Pueden enviarnos un compol? Hemos encontrado algo extra­ño. Grupo de cinco personas. Hombre, mujer, tres niños. No tienen máscaras, no tienen tarjetas, la mujer no estaba atada, la vivienda está intacta. Muebles, instalaciones, unos noventa kilos de comida.
—De acuerdo. Compol en camino. Quédense ahí. No permitan que escapen.
—Delo por hecho. —El capitán ocultó la caja bajo la camisa—. Lle­gará un compol dentro de un momento. Entretanto, carguemos la comida.
En el exterior se oyó un estruendo profundo y ensordecedor. La casa tembló y los platos del aparador vibraron.
—Demonios —dijo un soldado—. Ha caído cerca.
—Espero que las pantallas resistan hasta el anochecer. —El capi­tán agarró la lata de guisantes—. Tomen el resto. Quiero que esté car­gado antes que llegue el compol.
Los dos soldados cargaron en sus brazos todo cuanto pudieron y le siguieron hasta la puerta principal. El sonido de su voz fue disminuyendo a medida que bajaban por el sendero privado.
Tim se levantó.
—Quédense aquí —dijo con voz apagada.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Mary, nerviosa.
—Quizá pueda salir.
Corrió hacia la puerta trasera y descorrió el pestillo con manos temblorosas. Abrió la puerta y salió al porche.
—No veo a ninguno de ellos. Si pudiéramos…
Se calló.
Grandes nubes grises flotaban a su alrededor. Ceniza gris, que se extendía hasta perderse de vista. Se distinguían formas borrosas. Formas rotas, silenciosas e inmóviles en la bruma grisácea.
Ruinas.
Edificios en ruinas. Montones de escombros. Cascotes por todas partes. Bajó lentamente los peldaños. El muro de hormigón terminaba bruscamente. Al otro lado, sólo había escoria y montañas de escombros. Nada más. Nada a la vista.
Nada se agitaba. Nada se movía. Ni rastro de vida en el silencio gris. Ningún movimiento. Sólo nubes de ceniza arrastradas por el viento. La escoria y los interminables montones de ruinas.
La ciudad había desaparecido. Los edificios habían sido destrui­dos. No quedaba nada en pie. Ni gente, ni vida. Muros despedaza­dos, vacíos y bostezantes. Algunas malas hierbas oscuras crecían entre los escombros. Tim se agachó y tocó una. Áspera, de tallo grueso. Y la escoria. Restos metálicos. Metal fundido. Se irguió…
—Vuelva adentro —dijo una voz tajante.
Tim se volvió, aturdido. Un hombre estaba de pie en el porche, detrás de él, con los brazos en jarras. Un hombre bajo, de mejillas hundidas, ojos pequeños y brillantes, como dos carbones. Su uni­forme no era como el de los soldados. Llevaba la máscara levanta­da. Su piel era amarillenta, algo luminosa, pegada a los pómulos. Una cara enferma, estragada por la fiebre y la fatiga.
—¿Quién es usted? —preguntó Tim.
—Douglas. Comisario político Douglas.
—Usted es… Usted es la policía.
—Exacto. Ahora, entremos. Quiero que me dé algunas respuestas. Tengo que hacerle unas preguntas. Lo primero que quiero saber es cómo ha escapado esta casa a la destrucción.
Tim, Mary y los niños estaban sentados muy juntos en el sofá, silenciosos e inmóviles. La conmoción sufrida se reflejaba en sus rostros inexpresivos.
—¿Y bien? —preguntó Douglas.
Tim recobró la voz.
—Escuche —dijo—, no lo sé. No sé nada. Nos despertamos por la mañana como cada día. Nos vestimos y desayunamos…
—Afuera había niebla —intervino Virginia—. Nos asomamos y vi­mos niebla.
—Y la radio no funcionaba —añadió Earl.
—¿La radio? —Douglas hizo una mueca—. Hace meses que no se captan señales de radio, excepto los mensajes que transmite el go­bierno. Esta casa, ustedes. No lo comprendo. Si fueran gepos…
—Gepos. ¿Qué significa eso? —murmuró Mary.
—Tropas soviéticas de uso general.
—Entonces, la guerra ha empezado.
—Norteamérica fue atacada hace dos años —dijo Douglas—. En mil novecientos setenta y ocho.
—Mil novecientos setenta y ocho. —Tim se quedó anonadado—. Por tanto, estamos en mil novecientos ochenta. —De pronto, hundió la mano en su bolsillo. Sacó la cartera y se la arrojó a Douglas—. Eche un vistazo.
—¿Por qué? —Douglas abrió la cartera con suspicacia.
—El carnet de la biblioteca. Los recibos de la casa. Mire las fe­chas. —Tim se volvió hacia Mary—. Estoy empezando a comprender. Me vino la idea cuando vi las ruinas.
—¿Vamos ganando? —preguntó Earl con voz aguda.
Douglas examinó la cartera de Tim con gran concentración.
—Muy interesante. Todos los documentos son antiguos, de hace unos siete u ocho años.
—Sus ojos destellaron—. ¿Qué trata de decir? ¿Que vienen del pasado? ¿Que son viajeros del tiempo?
El capitán entró de nuevo.
—La oruga está cargada, señor.
—Muy bien —asintió Douglas—. Usted y su patrulla pueden mar­charse.
El capitán miró a Tim.
—¿Se encargará usted…?
—Yo me hago cargo de la situación.
El capitán saludó.
—A la orden, señor.
Desapareció al instante. Él y sus hombres subieron a un camión largo y estrecho, parecido a un tubo montado sobre ruedas. El ca­mión arrancó con un débil zumbido.
Al cabo de un momento sólo se veían nubes grises y el borroso contorno de los edificios en ruinas.
Douglas paseaba arriba y abajo, examinando la sala de estar, el papel de la pared, la instalación eléctrica y las sillas. Tomó algunas revistas y pasó las hojas.
—Del pasado, pero un pasado cercano.
—¿Siete años?
—¿Es posible? Supongo que sí. Han ocurrido muchas cosas en los últimos meses. Viajes en el tiempo. —Douglas sonrió con ironía—. Es­cogió un mal punto, McLean. Debería haber seguido adelante.
—Yo no lo escogí. Sucedió, así de sencillo.
—Tiene que haber hecho algo.
—No. —Tim sacudió la cabeza—. Nada. Nos levantamos. Y está­bamos… aquí.
Douglas estaba sumido en sus pensamientos.
—Aquí. Siete años en el futuro. Viajaron en el tiempo. No sabe­mos nada sobre viajes en el tiempo. No se han llevado a cabo experimentos. Parece que existen evidentes posibilidades militares.
—¿Cómo empezó la guerra? —preguntó Mary, con voz débil.
—¿Cómo empezó? No empezó. Haga memoria. Hace siete años ya había guerra.
—La guerra auténtica. Ésta.
—No ocurrió nada especial para que se convirtiera en… esto. Combatimos en Corea. Combatimos en China. En Alemania, Yugoslavia e Irán. Se extendió cada vez a más lugares. Por fin, las bombas cayeron aquí. Sobrevino como una plaga. La guerra se propagó. No empezó. —Apartó con brusquedad su cuaderno de notas—. Un informe sobre ustedes resultaría sospechoso. Pensarían que he contraído la enfermedad de la ceniza.
—¿Qué es eso? —preguntó Virginia.
—Partículas radiactivas en el aire. Se introducen en el cerebro. Producen locura. Todo el mundo se ha contagiado, a pesar de las máscaras.
—Me gustaría saber quién va ganando —repitió Earl— ¿Qué era ese camión de ahí afuera? ¿Iba propulsado por cohetes?
—¿La oruga? No. Turbinas. Una máquina perforadora que se abre camino entre los escombros.
—Siete años —dijo Mary—. Han cambiado tantas cosas. Parece im­posible.
—¿Tantas cosas? —Douglas se encogió de hombros—. Supongo que sí. Me acuerdo de lo que hacía hace siete años. Todavía iba a la universidad. Seguía una carrera. Tenía un apartamento y un co­che. Iba a bailar. Compré un televisor. Pero todo esto ya existía en aquel tiempo. El crepúsculo. Todo esto. Sólo que no lo sabía. Nadie lo sabía. Pero ya existían en aquel tiempo.
—¿Es usted un comisario político? —preguntó Tim.
—Vigilo a las tropas, para prevenir desviaciones políticas. En una guerra total hemos de mantener a la gente bajo constante vigilancia. Un rojo en las redes podría echar abajo todos nuestros esfuerzos. No podemos correr riesgos.
—Sí —asintió Tim—. Ya existía entonces. El crepúsculo. Pero no lo entendíamos.
Douglas examinó los libros del librero.
—Me llevaré un par. Hace meses que no leo novelas. La mayoría han desaparecido. Las quemaron en mil novecientos setenta y siete.
—¿Las quemaron?
Douglas escogió algunas obras.
—Shakespeare. Milton. Dryden. Me llevaré los clásicos. Es más prudente. Nada de Steinbeck o Dos Passos. Hasta un compol pue­de meterse en líos. Si se quedan aquí, desháganse de eso. —Dio unos golpecitos sobre el ejemplar de Los hermanos Karamazov de Dostoievski.
—¡Si nos quedamos! ¿Qué otra cosa podemos hacer?
—¿Quieren quedarse?
—No —dijo Mary en voz baja.
Douglas le dirigió una rápida mirada.
—No, supongo que no. Si se quedan les separarán, por supues­to. Los niños irán a los centros de readaptación canadienses. Las mujeres son destinadas a las fábricas y campos de trabajo subterráneos. Los hombres entran automáticamente a formar parte del ejército.
—Como los que se marcharon —dijo Tim.
—A menos que reúna condiciones para integrarse en el grupo DI.
—¿Qué es eso?
—Tecnología y Diseños Industriales. ¿Tiene conocimientos cientí­ficos?
—No. Soy contable.
Douglas se encogió de hombros.
—Bien, se le someterá a los tests habituales. Si su CI es lo bas­tante elevado, podrá ingresar en el Servicio Político. Contamos con muchos hombres. —Se quedó pensando, con los brazos cargados de libros—. Será mejor que regrese, McLean. Le costará acostumbrarse a esto. Yo regresaría, si pudiera, pero no puedo.
—¿Regresar? —repitió Mary—. ¿Cómo?
—Tal como vinieron.
—Vinimos, simplemente.
Douglas se detuvo al llegar a la puerta.
—Anoche fue el peor ataque mor hasta el momento. Bombardea­ron toda esta zona.
—¿Mor?
—Misiles operados por robots. Los soviéticos están destruyendo sistemáticamente el continente norteamericano, kilómetro a kilómetro. Los mors son baratos. Los fabrican a millones y los arrojan. Todo el proceso es automático. Las fábricas robotizadas los disparan so­bre nosotros a medida que van saliendo. Anoche cayeron aquí…, a oleadas. La patrulla llegó esta mañana y no encontró nada, excepto a ustedes, por supuesto.
Tim asintió con la cabeza lentamente.
—Empiezo a comprender.
—La energía concentrada habrá incidido en alguna falla tem­poral inestable. Como una falla rocosa. Siempre estamos origi­nando terremotos, pero un tempomoto… Interesante. Creo que eso es lo que ocurrió. La liberación de la energía, la destrucción de la materia, impulsó su casa hacia el futuro. Transportó la casa siete años adelante. Esta calle, todo cuanto la rodea, este punto preci­so, todo quedó pulverizado. Su casa, siete años atrás, quedó atra­pada en la contracorriente. La explosión debió repercutir en el tiempo.
—Empujados hacia el futuro —dijo Tim—. Durante la noche, mien­tras dormíamos.
Douglas le observaba con atención.
—Esta noche se producirá otro ataque mor —dijo—. Acabará con lo que quedó en pie. —Consultó su reloj—. Son las cuatro de la tarde. El ataque empezará dentro de unas pocas horas. Tendrían que refu­giarse bajo la superficie. Nada sobrevivirá aquí arriba. Pueden acompañarme a los refugios, si quieren, pero si desean arriesgarse, si desean permanecer aquí…
—¿Piensa que tal vez nos lleve de vuelta?
—Tal vez. No lo sé. Se la juegan a cara o cruz. Podría llevarles de vuelta a su tiempo, o no. Si no…
—Si no, no tenemos la menor posibilidad de sobrevivir.
Douglas desplegó un mapa de bolsillo y lo extendió sobre el sofá.
—Una patrulla permanecerá en esta zona durante otra media hora. Si deciden venir con nosotros a los refugios subterráneos, sigan la calle en esta dirección. —Trazó una línea en el plano—. Hasta este descampado. La patrulla es una unidad política. Les conducirán abajo. ¿Cree que sabrá encontrar el descampado?
—Creo que sí —dijo Tim, mirando el plano. Frunció los labios—. Ese descampado era la escuela primaria a la que asistían mis hijos. Allí se dirigían cuando las tropas se lo impidieron, hace un rato.
—Hace siete años —le corrigió Douglas.
Dobló el plano y lo guardó en su bolsillo. Se colocó la máscara y salió al porche.
—Tal vez nos volvamos a ver o tal vez no. La decisión depende de ustedes. En cualquier caso, buena suerte.
Se volvió y marchó a toda velocidad de la casa.
—Papá —gritó Earl—, ¿vas a enrolarte en el ejército? ¿Vas a llevar una máscara y disparar con esos fusiles? —Sus ojos brillaban de ex­citación—. ¿Vas a conducir una oruga?
Tim McLean se agachó y atrajo a su hijo hacia él.
—¿Eso quieres? ¿Quieres quedarte aquí? Si me pongo una más­cara y disparo con esos fusiles, no podremos regresar.
—¿No podremos volver más tarde? —preguntó Earl, vacilante.
—Me temo que no. —Tim negó con la cabeza—. Hemos de decidir ahora si volvemos o no.
—Ya has oído al señor Douglas —dijo Virginia, hastiada—. El ata­que empezará dentro de un par de horas.
Tim se levantó y paseó arriba y abajo.
—Si nos quedamos en casa volaremos en pedazos. Hablemos con claridad. Sólo existe una tenue esperanza que nos lleve de regre­so a nuestro tiempo. Una muy leve posibilidad… Una probabilidad remota. ¿Queremos quedarnos aquí, que las habitaciones se derrum­ben a nuestro alrededor, sabiendo que cada segundo puede ser el úl­timo…, oyendo las explosiones cada vez más cerca…, tirados en el suelo, esperando, escuchando…?
—¿De veras quieres volver? —preguntó Mary.
—Por supuesto, pero el riesgo…
—No te estoy preguntando sobre el riesgo. Te pregunto si real­mente quieres volver. Tal vez desees quedarte aquí. Tal vez Earl tenga razón. Imagínate con uniforme y una máscara, armado con uno de esos fusiles, conduciendo una oruga…
—¡Y tú en un campo de trabajo! ¡Y los niños en un centro de readaptación gubernamental! ¿Cómo crees que serán las cosas? ¿Qué crees que les enseñarán? ¿Cómo piensas que se educarán? ¿Y crees…?
—Les enseñarán a ser muy útiles, probablemente.
—¿Útiles? ¿Para qué? ¿Para ellos mismos? ¿Para la Humanidad? ¿O para la guerra?
—Vivirán —dijo Mary—. Estarán sanos y salvos. Si nos quedamos en casa, esperando a que se desencadene el ataque…
—Claro —dijo Tim, con voz rasposa—. Vivirán. Gozarán de buena salud. Bien alimentados, bien vestidos y cuidados. —Miró a sus hijos con una dura expresión en el rostro—. Vivirán, de acuerdo. Crecerán y se convertirán en adultos, pero, ¿qué clase de adultos? ¡Ya has oído lo que dijo ese hombre! Quemaron los libros en mil novecien­tos setenta y siete. ¿Con qué les enseñarán? ¿Qué clase de ideas quedan, después de mil novecientos setenta y siete? ¿Qué clase de creencias les inculcarán en un centro de readaptación del gobierno? ¿Qué clase de valores tendrán?
—Siempre queda el grupo DI —sugirió Mary.
—Tecnología y Diseños Industriales. Para los listos. Para los in­teligentes e imaginativos. Reglas de cálculo y lápices. Dibujar, planificar y hacer descubrimientos. Las niñas podrían ingresar. Podrían diseñar fusiles. Earl podría enrolarse en el Servicio Polí­tico. Se encargaría que los fusiles fueran utilizados. Si algún soldado se desviaba de la norma, si no quería disparar, Earl le de­nunciaría y le enviarían a reeducación. Para fortalecer su fe polí­tica…, en un mundo en el que los listos diseñan armas y los tontos las disparan.
—Pero vivirían —repitió Mary.
—¡Tu idea de lo que es estar vivo es algo peregrina! ¿Llamas a eso vivir? Quizá tengas razón. —Tim sacudió la cabeza, cansado—. Sí, quizá tengas razón. Quizá deberíamos ir bajo tierra, con Douglas. Quedarnos en este mundo. Seguir vivos.
—No he dicho eso —replicó Mary con suavidad—. Tim, tenía que averiguar si realmente comprendías por qué vale la pena. Por qué vale la pena quedarse en casa, arriesgándonos a no regresar a nues­tro tiempo.
—Entonces, ¿quieres correr el riesgo?
—¡Por supuesto! Hemos de hacerlo. No podemos entregarles nues­tros hijos… No podemos entregarlos al centro de readaptación, para que les enseñen a odiar, matar y destruir. —Mary esbozó una débil sonrisa—. Además, siempre han ido al colegio Jefferson. Y aquí, en este mundo, es un descampado.
—¿Vamos a volver? —preguntó Judy, con un hilo de voz. Tiró de la manga de Tim, implorante—. ¿Vamos a volver ahora?
—Muy pronto, cariño —respondió Tim, soltándose.
Mary abrió la alacena y rebuscó en su interior.
—Todo sigue en su sitio. ¿Qué se han llevado?
—La lata de guisantes. Todo lo que había en la nevera. Y también han destrozado la puerta principal.
—¡Apuesto a que les estamos dando una paliza! —aulló Earl. Co­rrió hacia la ventana y miró afuera. La visión de las cenizas flotan­tes le decepcionó—. ¡No veo nada! ¡Sólo niebla! —Se volvió hacia Tim con aire interrogativo—. ¿Siempre es así este lugar?
—Sí —respondió Tim.
—¿Sólo niebla? —El rostro de Earl se ensombreció—. Nada más. ¿Es que nunca sale el sol?
—Prepararé café —dijo Mary.
—Estupendo.
Tim fue al cuarto de baño y se miró en el espejo. Tenía un corte en la boca, ribeteado de sangre seca. Le dolía la cabeza. Tenía el estómago revuelto.
—Parece imposible —dijo Mary, cuando se sentaron a la mesa de la cocina.
—Pero no lo es.
Tommy tomó el café. Desde donde estaba sentado podía mirar por la ventana: las nubes de ceniza, el contorno borroso e irregular de los edificios en ruinas.
—¿Va a volver aquel hombre? —preguntó Judy—. Era muy delgado y tenía un aspecto muy raro. No va a volver, ¿verdad?
Tim consultó su reloj. Se había parado a las diez. Movió las ma­necillas hasta ponerlo en las cuatro y cuarto.
—Douglas dijo que empezaría al anochecer. No falta mucho.
—¿Quieres decir que vamos a quedarnos en casa? —preguntó Mary.
—Exacto.
—¿Aunque sólo tengamos una mínima probabilidad?
—Aunque sólo tengamos una mínima probabilidad, regresaremos. ¿Estás contenta?
—Mucho —respondió Mary, con un brillo en los ojos—. Vale la pena, Tim. Ya lo sabes. En cualquier caso, volver vale la pena. Y algo más. Estaremos juntos… No nos podrán… separar.
Tim se sirvió más café.
—Será mejor que nos pongamos cómodos. Aún faltan unas tres horas. Deberíamos tratar de distraernos.
El primer mor cayó a las seis y media. Notaron el impacto de la onda expansiva en las paredes de la casa.
Judy entró corriendo en el comedor, pálida de terror.
—¡Papá! ¿Qué ha sido eso?
—Nada. No te preocupes.
—Tira —dijo Mary, impaciente—. Te toca a ti. —Estaban jugando al Monopolio.
Earl se levantó de un brinco.
—Quiero ver. —Corrió hacia una ventana—. ¡Quiero ver dónde ha caído!
Tim levantó la persiana y miró afuera. Un fulgor blanco, del que brotaba una altísima columna de humo luminoso, se elevaba a lo lejos.
Un segundo temblor hizo vibrar la casa. Un plato cayó al frega­dero y se rompió.
Casi había oscurecido por completo. Tim no distinguía nada, ex­cepto los dos puntos blancos. Las nubes de ceniza habían desaparecido en la oscuridad. La ceniza y las ruinas de los edificios.
—Ha caído cerca —dijo Mary.
Cayó un tercer mor. Las ventanas de la sala de estar estallaron y los cristales se esparcieron sobre la alfombra.
—Será mejor que bajemos —dijo Tim.
—¿Adónde?
—Al sótano. Vamos.
Tim abrió la puerta del sótano y todos bajaron con nerviosismo.
—Comida —dijo Mary—. Será mejor que tomemos la comida que queda.
—Buena idea. Niños, bajen. Nos reuniremos con ustedes dentro de un momento.
—Yo puedo cargar algo —dijo Earl.
—Baja. —Cayó el cuarto mor, más lejos que el último—. Y aléjense de las ventanas.
—Taparé con algo la ventana —dijo Earl—. Con aquel gran trozo de madera terciada que utilizamos para construir mi tren.
—Buena idea. —Tim y Mary volvieron a la cocina—. Comida, pla­tos. ¿Qué más?
—Libros. —Mary paseó la mirada a su alrededor, nerviosa—. No lo sé. Nada más. Vamos.
Un estruendo ensordecedor ahogó sus palabras. La ventana de la cocina cedió y escupió cristales sobre ellos. Todos los platos que había sobre el fregadero se derrumbaron con un fragor de porcelana rota. Tim asió a Mary y la empujó hacia el sótano.
Nubes de un siniestro color gris penetraron por la ventana rota. El aire de la noche transportaba un olor acre y corrompido. Tim sin­tió un escalofrío.
—Olvida la comida. Bajemos.
—Pero…
—Olvídala.
La agarró por el brazo y la arrastró hacia la escalera del sótano. Entraron dando tumbos, y Tim cerró la puerta de un golpe a sus es­paldas.
—¿Dónde está la comida? —preguntó Virginia.
Tim se secó la frente con manos temblorosas.
—Olvídala. No la necesitamos.
—Ayúdame —jadeó Earl.
Tim le ayudó a mover la hoja de madera terciada hasta cubrir la ventana situada sobre las cañerías de la lavadora. El sótano estaba frío y silencioso. El suelo de cemento estaba un poco hú­medo.
Dos mors se estrellaron a la vez. Tim fue arrojado al suelo. Gru­ñó al golpearse contra el hormigón. Por un momento, una intensa negrura se cernió a su alrededor. Después, se puso de rodillas y lo­gró incorporarse.
—¿Están todos bien? —murmuró.
—Estoy bien —dijo Mary.
Judy empezó a sollozar. Earl avanzó hacia ellos, tanteando en la oscuridad.
—Creo que estoy bien —dijo Virginia.
Las luces oscilaron y disminuyeron en intensidad. Se apagaron de repente. El sótano estaba oscuro como boca de lobo.
—Bien —dijo Tim—. Ya ha empezado.
—Tengo mi linterna. —Earl la encendió—. ¿Qué tal?
—Estupendo —contestó Tim.
Cayeron más mors. El piso saltó bajo sus pies, con una vibración y un estremecimiento. Una oleada de fuerza sacudió toda la casa.
—Será mejor que nos tendamos en el suelo —dijo Mary.
—Sí, tienes razón.
Tim se estiró con movimientos torpes. Trozos de madera cayeron a su alrededor.
—¿Cuándo acabará? —preguntó Earl, inquieto.
—Pronto —contestó Tim.
—¿Y luego volveremos?
—Sí. Volveremos.
La siguiente explosión no tardó ni un segundo en producirse. Tim sintió que el suelo de hormigón se elevaba bajo él y se hincha­ba cada vez más. Estaba subiendo. Cerró los ojos y se afirmó con fuerza. Subía sin cesar, empujado por el inflado cemento. Vigas y tablones crujían en torno suyo. Caían fragmentos de madera. Oyó el sonido del vidrio al romperse. Y, a lo lejos, el chisporroteo del fuego.
—Tim. —La voz de Mary apenas se oía.
—Sí.
—No vamos a… conseguirlo.
—No lo sé.
—No lo conseguiremos, lo sé.
—Tal vez no.
Tim gimió de dolor cuando una tabla le golpeó en la espalda y le aplastó. Estaba sepultado bajo tablas y trozos de argamasa. Per­cibió el olor acre del aire nocturno mezclado con la ceniza. Se colaba en el sótano por la ventana rota.
—Papá —dijo Judy, con voz débil.
—¿Qué?
—¿Es que no vamos a volver?
Abrió la boca para contestar. Un rugido estremecedor se lo im­pidió. Saltó por los aires, impulsado por la onda expansiva. Todo se movió a su alrededor. Un viento poderoso y caliente se apoderó de él, retorciéndole y azotándole. Se agarró con fuerza. El viento tiraba de él, le arrastraba. Gritó cuando le quemó las manos y la cara.
—Mary…
Luego, silencio. Sólo silencio y negrura.
Coches.
Coches que frenaban en las cercanías. Después, voces. Y el rui­do de pasos. Tim apartó las tablas que le oprimían. Se puso en pie con gran esfuerzo.
—Mary. —Miró a su alrededor—. Hemos vuelto.
El sótano se hallaba en ruinas. Las paredes se habían venido abajo. Grandes agujeros bostezantes permitían ver una línea verde de hierba. Un muro de hormigón. El pequeño jardín de rosas. La casa de estuco blanco de los vecinos.
Hileras de postes telefónicos. Tejados. Casas. La ciudad. Como siempre la veía, cada mañana.
—¡Hemos vuelto!
Una salvaje alegría le inundó. Habían vuelto. Estaban a salvo. Todo había terminado. Tim se abrió paso a toda prisa entre los es­combros de su casa destruida.
—Mary, ¿estás bien?
—Estoy aquí. —Mary se incorporó entre una lluvia de polvo de yeso. Estaba blanca de pies a cabeza, el cabello, la piel, la ropa. Te­nía cortes y rasguños en la cara. El vestido estaba desgarrado—. ¿Es posible que hayamos vuelto?
—¡Señor McLean! ¿Se encuentra bien?
Un policía uniformado de azul bajó de un salto al sótano. Dos siluetas vestidas de blanco le siguieron. Un grupo de vecinos se agrupaba afuera esforzándose por ver algo.
—Estoy bien —dijo Tim. Ayudó a Judy y a Virginia a levantarse—. Creo que todos estamos bien.
—¿Qué ha ocurrido? —El policía se acercó apartando tablones—. ¿Alguna clase de bomba?
—La casa está destrozada —dijo uno de los hombres vestidos de blanco, un médico—. ¿Está usted seguro que no hay nadie herido?
—Estábamos aquí abajo, en el sótano.
—¿Están todos bien, Tim? —preguntó la señora Hendricks mien­tras bajaba al sótano.
—¿Qué ha pasado? —aulló Frank Foley dejándose caer con estré­pito—. ¡Santo Dios, Tim! ¿Qué demonios estabas haciendo?
Los dos médicos examinaron las ruinas con aire suspicaz.
—Ha tenido usted suerte, señor. Una suerte increíble. Arriba no queda nada en pie.
Foley se acercó a Tim.
—¡Si serás descuidado! ¡Te dije que le echaras un vistazo a ese ca­lentador!
—¿Cómo? —murmuró Tim.
—¡El calentador de agua! Te dije que algo fallaba en el cierre de la admisión. Se habrá recalentado, sin desconectarse… —Foley parpadeó nerviosamente—. No diré nada más, Tim. Por el seguro. Pue­des contar conmigo.
Tim abrió la boca, pero las palabras no acudieron a sus labios. ¿Qué podía decir? No, no se trataba de un calentador defectuoso que se había olvidado de reparar. No, no se trataba de una mala cone­xión de la cocina. Ninguna de ambas cosas. Ni un escape de gas, ni un horno obstruido, ni una olla a presión que nos hubiéramos olvi­dado de apagar.
«Es la guerra. Una guerra total. Que no sólo me afecta a mí, a mi familia, a mi casa. También afecta a tu casa. A tu casa, a la mía, a todas las casas. A la manzana de al lado, a la ciudad de al lado, al estado, al condado, al continente de al lado. A todo el mundo, de la misma ma­nera. Ruinas y muerte. Niebla y malas hierbas húmedas que crecen entre la escoria rojiza. Una guerra que nos afecta a todos. A toda la multitud congregada en el sótano, una multitud pálida y asustada, que presentía, de alguna forma, algo terrible.»
Y cuando estallara, al cabo de cinco años, nadie escaparía. No sería posible regresar al pasado, huir de la pesadilla. Cuando esta­llara y salpicara a todo el mundo, duraría por los siglos de los si­glos. Nadie saltaría hacia el pasado, como él.
Mary le estaba mirando. El policía, los vecinos, los médicos… Todos le estaban mirando. Esperaban una explicación sobre lo que había ocurrido.
—¿Fue el calentador? —preguntó la señora Hendricks con timi­dez—. Fue eso, ¿verdad, Tim? Son cosas que ocurren a menudo. Nunca estás seguro…
—Quizá intentaba fabricar cerveza con medios caseros —sugi­rió un vecino, tratando de aportar algo de humor a la situación—. ¿Fue eso?
No podía decírselo. No lo entenderían, porque no querían enten­der. No querían saber. Necesitaban seguridad. Lo adivinaba en sus ojos. Un miedo penoso, patético. Presentían algo terrible…, y tenían miedo. Escrutaban su rostro, pidiendo ayuda. Palabras de consuelo. Palabras que borraran su miedo.
—Sí —afirmó sin vacilar Tim—. fue el calentador.
—¡Ya me lo pensaba! —suspiró Foley.
Un suspiro de alivio que se contagió a todos los demás. Murmu­llos, risas temblorosas. Movimientos de cabeza, sonrisas.
—Tenía que haberlo arreglado —continuó Tim—. Hubiera tenido que echarle un vistazo hace mucho tiempo, antes que fuera a peor. —Tim miró el círculo de rostros ansiosos que bebía sus pala­bras—. Tenía que haberlo repasado, antes que fuera demasiado tarde

No hay comentarios:

Publicar un comentario