lunes, 21 de mayo de 2012

De los diarios estelares de Ijon Tichi VIAJE SÉPTIMO


Otra genial historia de Stanislaw Lem


Cuando el lunes, día dos de abril, estaba cruzando el espacio en las cercanías de Betelgeuse, un meteorito, no mayor que un grano de habichuela, perforó el blindaje e hizo añicos el regulador de la dirección y una parte de los timones, lo que privó al cohete de la capacidad de maniobra. Me puse la escafandra, salí fuera e intenté reparar el dispositivo; pero pronto me convencí de que para atornillar el timón de reserva, que, previsor, llevaba conmigo, necesitaba la ayuda de otro hombre.
Los constructores proyectaron el cohete con tan poco tino, que alguien tenía que sostener con una llave la cabeza del tornillo, mientras otro apretaba la tuerca. Al principio no me lo tomé demasiado en serio y perdí varias horas en vanos intentos de aguantar la llave con los pies y, la otra en mano, apretar el tornillo del otro lado. Perdí la hora de la comida, pero mis esfuerzos no dieron resultado.
Cuando ya, casi casi, estaba logrando mi propósito, la llave se me escapó de debajo del pie y voló en el espacio cósmico. Así pues, no solamente no arreglé nada, sino que perdí encima una herramienta valiosa que se alejaba ante mi vista y disminuía sobre el fondo de estrellas.
Un tiempo después, la llave volvió, siguiendo una elipse alargada, pero, aun convertida en un satélite de mi cohete, no se le acercaba lo bastante para que pudiera recuperarla.
Volví, pues, al interior de mi cohete y me dispuse a tomar una cena frugal, reflexionando sobre los medios de resolver esa situación absurda.
Mientras tanto, la nave volaba a velocidad creciente que no podía regular por culpa de aquel maldito meteorito. Menos mal que en la línea de mi travesía no se encontraba ningún cuerpo celeste; de todos modos había que poner fin a ese viaje a ciegas. Dominé durante un buen rato mi nerviosismo, pero cuando, al empezar a lavar los platos, constaté que la pila atómica, sobrecalentada por el gran trabajo que debía realizar, me había estropeado el mejor trozo de filete de ternera que guardé en la nevera para el domingo, perdí los estribos y, profiriendo las más terribles palabrotas, estrellé contra el suelo una parte del servicio de mesa.
Reconozco que mi acto no fue muy sensato, pero me alivió mucho. Por si fuera poco, la ternera que había tirado por la borda no quería alejarse del cohete, sino que daba vueltas alrededor de él, convertida en su segundo satélite artificial, ocasionando regularmente, cada once minutos y cuatro segundos, un corto eclipse solar.
Para calmar mis nervios, me dediqué a calcular los elementos de su movimiento y las perturbaciones de la órbita provocadas por las interferencias de la de la llave perdida.
El resultado obtenido al cabo de varias horas de trabajo me informó que durante los próximos seis millones de años la ternera precedería a la llave circundando el cohete por una órbita circular, para después adelantarse a la nave. Finalmente, ya cansado, me acosté. En medio de la noche tuve la sensación de que alguien me sacudía el hombro.
Abrí los ojos y vi a un hombre inclinado sobre mi cama. Su cara no me resultó desconocida, pero no tenía ni idea de quién era.
—Levántate —dijo— y coge las llaves; vamos arriba para atornillar el timón...
—En primer lugar, no nos conocemos tanto como para que me tutee —repliqué—, y además, sé que usted no está aquí. Este es ya el segundo año que voy solo en el cohete, ya que estoy volando desde la Tierra a la constelación de Aries. Por tanto, no es usted más que un personaje de mi sueño.
Pero él seguía sacudiéndome e insistiendo que fuera a buscar las herramientas.
—Tonterías —le espeté, empezando a enfadarme, porque temía que este altercado me despertara. Sé por experiencia cuánto cuesta volver a dormirse después de un despertar de esta clase—. No pienso ir a ninguna parte, porque de nada serviría. Un tornillo apretado en sueños no resuelve una situación que existe cuando uno está despierto.
Haga el favor de no molestarme y esfumarse o marcharse del modo que usted prefiera, si no, puedo despertarme.
— ¡Pero si no estás durmiendo, palabra de honor! —Exclamó la testaruda aparición.
¿No me reconoces? ¡Mira aquí!
Me indicó con un dedo dos verrugas de tamaño de una fresa silvestre que tenía en la mejilla izquierda. Por reflejo, puse la mano en mi cara, porque yo justamente tengo en ese sitio dos verrugas idénticas a las suyas. En este mismo momento me di cuenta de por qué el personaje del sueño me recordaba a alguien conocido: se me parecía a mí como se parecen dos gotas de agua.
— ¡Déjame en paz! —Voceé cerrando los ojos para preservar la continuidad de mi sueño—. Si eres yo, no tengo por qué tratarte de usted, pero al mismo tiempo es la mejor prueba de que no existes.
Me di la vuelta en la cama y me tapé la cabeza con la manta. Oí que decía algo acerca de idiotas e idioteces, hasta que, exasperado por mi falta de reacción, gritó:
— ¡Lo lamentarás, imbécil! ¡Y te convencerás, demasiado tarde, de que no era ningún sueño!
No me moví. Por la mañana, cuando abrí los ojos, me acordé en seguida de la extraña historia nocturna. Me senté en la cama y me puse a pensar en las curiosas bromas que gasta a un hombre su propia mente: he aquí que, no teniendo a bordo ninguna alma gemela, me desdoblé en cierto modo en sueños ante la necesidad urgente de dar solución a un problema importante.
Constaté, después de desayunar, que el cohete había experimentado durante la noche un aumento de velocidad considerable; empecé, pues, a hojear los tomos de la pequeña biblioteca de a bordo, buscando en los manuales un consejo para mi peligrosa situación.
Sin embargo, no encontré nada. Desplegué entonces sobre la mesa un mapa de estrellas y, a la luz de la cercana Betelgeuse, velada a ratos por la ternera que volvía sobre su órbita, busqué en la región en la que me encontraba la sede de alguna civilización cósmica que pudiera prestarme ayuda. Pero era un desierto estelar completo, que todas las naves evitaban por ser un terreno excepcionalmente peligroso, puesto que se encontraban en él unos remolinos de gravitación, tan enigmáticos como amenazadores, en la cantidad de 147, cuya existencia tratan de aclarar seis teorías astrofísicas, cada una
de modo diferente.
El calendario cosmonáutico advertía a los viajeros sobre las consecuencias
imprevisibles de los efectos relativísticos que pueden tener el paso por un remolino, sobre todo si la nave desarrolla una gran velocidad.
A mí estas advertencias no me servían, ya que no tenía control de mi nave. Calculé solamente que chocaría con el borde del primer remolino a eso de las once, así que me di prisa en la preparación del desayuno, para no tener que enfrentarme con el peligro en ayunas. Estaba secando el último plato cuando el cohete empezó a dar tumbos y sacudidas tan fuertes, que los objetos volaban de una pared a otra. Me arrastré a duras penas hasta la butaca, a la cual logré atarme. Mientras las sacudidas se hacían cada vez
más fuertes, vislumbré al lado opuesto del habitáculo una especie de neblina lila, y en medio de ella, entre la pica y la cocina, una confusa silueta humana con delantal, vertiendo huevos batidos en la sartén La aparición me miró con atención, pero sin ninguna señal de asombro, después de lo cual se desdibujó y desapareció. Me froté los ojos.
Como mi soledad era un hecho irrefutable, atribuí aquella imagen a un aturdimiento momentáneo.
Sentado en mi butaca, o, mejor dicho, saltando junto con ella, comprendí en un momento de clarividencia que no fue una alucinación. Justo entonces pasaba cerca de mí un grueso volumen de la Teoría General de la Relatividad. Probé atraparlo al vuelo, lo que conseguí al cuarto intento. No era nada fácil hojear el pesado libro en aquellas condiciones —las fuerzas que hacían dar tumbos de borracho a la nave eran terribles—, pero encontré por fin el párrafo que me interesaba. Se hablaba en él de los fenómenos del llamado lazo temporal, o sea, la inflexión de la dirección del fluir del tiempo dentro del
área de los campos gravitacionales de tremenda fuerza, que pueden provocar incluso un cambio de la dirección tan radical, que ocurre lo que se llama la duplicación del presente.
El remolino que acababa de atravesar no era de los más potentes. Sabía que si pudiera desviar un poquito la proa de la nave hacia el polo de la Galaxia, cortaría el llamado Vórtex Gravitatiosus Pinckenbachii, donde fueron observados repetidas veces los fenómenos de la duplicación y hasta triplicación del presente.
Me llegué a la cámara de los motores y, a pesar de la inmovilización de mis timones, manipulé tan asiduamente los aparatos, que conseguí una ligera desviación de mi trayectoria hacia el polo galáctico, operación que exigió varias horas de trabajo. Su resultado sobrepasó mis previsiones. La nave alcanzó el centro del remolino a medianoche, temblándole y gimiendo toda la estructura, hasta tal punto que temí por mi integridad, pero salió indemne de la prueba. Cuando nos rodeó de nuevo la paz cósmica habitual, abandoné la cámara de los motores, para verme a mí mismo en la cama, sumido
en profundo sueño.
Comprendí al instante que era el yo del día anterior, o sea, de la
noche del lunes. Sin reflexionar en el lado filosófico de aquel fenómeno más bien fuera de serie, me puse a sacudir al dormido por el hombro, gritándole que se levantara en seguida, ya que sabía cuánto tiempo duraría su existencia del lunes en la mía del martes.
El arreglo de los timones era urgente y había que aprovechar la existencia simultánea de ambos, sin pérdida de tiempo.
Pero el dormido abrió solamente un ojo y dijo que no deseaba que le tuteara, y que yo no era más que una fantasmagoría del sueño. En vano le di tirones y más tirones, en vano traté de levantarle por la fuerza. Se resistía a todos mis intentos, repitiendo tercamente que estaba soñando conmigo.
Impasible ante mis juramentos y palabrotas, me explicó con mucha lógica que unos tomillos apretados en sueños no aguantarían el timón durante
la vigilia. Ni bajo mi palabra de honor pude convencerle de que se equivocaba; mis súplicas e insultos le dejaron impávido, igual que la demostración de mis verrugas. No quiso creerme y no me creyó. Se dio la vuelta en la cama y se puso a roncar.
Me senté en la butaca para aquilatar con calma la situación. La estaba viviendo por segunda vez: la primera, el lunes, fui yo quien dormía, y ahora, el martes, el que despertaba al dormido sin resultado. El yo del lunes no creía en la realidad del fenómeno de la duplicación pero el yo del martes ya lo conocía. Era lo más simple del mundo, un lazo temporal. ¿Qué se debía hacer, pues, para reparar los timones? Puesto que el del lunes seguía durmiendo y que yo recordaba que no me había despertado aquella noche hasta la mañana siguiente, comprendí que no valía la pena continuar mis esfuerzos de
sacarle del sueño. Según el mapa, nos esperaban todavía grandes remolinos gravitacionales, así que podía contar con otra duplicación del presente en el transcurso de los próximos días. Quise escribirme una carta a mí mismo y prenderla con un alfiler a la almohada, para que el yo del lunes, al despertarse, pudiera convencerse de manera palpable de que el supuesto sueño era una realidad.
Pero, cuando me hube sentado a la mesa con una pluma en la mano, oí un ruido sospechoso en los motores, me fui, pues, allá y regué con agua la pila atómica sobrecalentada hasta el alba, mientras el yo del lunes dormía profundamente, lamiéndose los labios de vez en cuando, lo que me ponía bastante nervioso.
Sin haber cerrado un ojo, hambriento y cansado, me preparé el desayuno; estaba secando los platos cuando el cohete irrumpió en un nuevo remolino gravitacional.
Me veía a mí mismo del lunes, mirándome estupefacto, atado a la butaca, mientras el yo del martes freía una tortilla. Una sacudida muy fuerte me hizo perder el equilibrio, me caí y perdí un instante el conocimiento. Cuando volví en mí, en el suelo, rodeado de trozos de porcelana, vi junto a mi cara los pies de un hombre.
—Arriba —dijo, ayudándome a levantarme—. ¿Te has hecho daño?
—No —contesté, apoyando las manos en el suelo, porque la cabeza me daba vueltas—. ¿De qué día de la semana eres?
—Del miércoles —repuso—. Vamos rápidamente a arreglar el timón, no perdamos tiempo.
— ¿Y dónde está el del lunes? —preguntó.
—Ya no está, o tal vez lo seas tú.
— ¿Por qué yo?
—Sí, porque el del lunes se convirtió en el del martes durante la noche del lunes a martes, etc.
— ¡No entiendo!
—No importa, es falta de costumbre. ¡Ven, date prisa!
—Ya voy —dije, sin moverme del suelo—. Hoy es martes. Si tú eres del miércoles y el
miércoles los timones no están arreglados, sabemos, por deducción, que algo nos impedirá la reparación, ya que, en el caso contrario tú, el miércoles no me apremiarías para que los arreglara contigo el martes. Tal vez fuera mejor, pues, no arriesgar la salida afuera.
— ¡Estás divagando! —exclamó—. Piensa un poco, hombre. Yo soy el miércoles y tú eres el martes; en cuanto al cohete, supongo que es, si se puede decir, abigarrado.
Tendrá sitios donde es martes, en otros será miércoles, incluso puede haber un poco de jueves. El tiempo se mezcló como cartas de una baraja al atravesar aquellos remolinos, pero a nosotros, ¿qué nos importa si somos dos y, gracias a ello, tenemos la posibilidad de reparar el timón?
— ¡No, no tienes razón! —contesté—. Si el miércoles, en el cual tú estás, habiendo vivido y dejado atrás todo el martes, si el miércoles, repito, los timones no están reparados, por consiguiente no lo fueron el martes, ya que ahora es martes y si tuviéramos que arreglarlos dentro de un rato entonces este rato sería para ti el pasado y no habría nada por arreglar. Por ende...
— Por ende ¡eres cabezota como un asno! —gruñó—. ¡Lamentarás tu estulticia! La única satisfacción que tengo es que rabiarás contra tu terquedad obtusa, como yo ahora, cuando llegues a miércoles.
— ¡Ah, ya está! ¿Quieres decir que yo, el miércoles, seré tú y trataré de convencerme a mí, del martes, como lo estás haciendo tú en este momento, sólo que todo será al revés, tú serás yo y yo tú? ¡Entiendo! ¡En esto consiste el lazo del tiempo! Espera, ya voy, voy en seguida, lo he comprendido todo...
Pero, antes de que me hubiera levantado del suelo, caímos en otro remolino y una fuerza de gravitación descomunal nos aplastó contra el techo.
Durante toda la noche de martes a miércoles no cejaron los terribles saltos y
sacudidas. Cuando se hubo calmado todo un poco, la Teoría General de Relatividad me dio un golpe en la frente al cruzar la cabina, tan fuerte que perdí la conciencia. Al abrir los ojos, vi en el suelo fragmentos de la vajilla y, entre ellos, un hombre inmóvil. Me levanté en un salto y, levantándole, exclamé:
— ¡Arriba! ¿Te has hecho daño?
—No —contestó abriendo los ojos—. ¿De qué día de la semana eres?
—Del miércoles —repuse—. Vamos rápidamente a arreglar el timón, no perdamos tiempo.
— ¿Y dónde está el del lunes? —preguntó, sentándose. Tenía un ojo a la funerala.
—Ya no está, o, tal vez, lo seas tú.
— ¿Por qué yo?
—Sí, porque el del lunes se convirtió en el del martes durante la noche del lunes a martes, etc.
— ¡No entiendo!
— No importa, es falta de costumbre. ¡Ven, date prisa!
Mientras decía esto, ya estaba buscando las herramientas.
—Ya voy —dijo lentamente, sin mover ni un dedo—. Hoy es martes. Si tú eres del miércoles, y el miércoles los timones no están arreglados, sabemos, por deducción, que algo nos impedirá la reparación, ya que, en el caso contrario, tú, el del miércoles no me apremiarías para que los arreglara contigo el martes. Tal vez fuera mejor, pues, no arriesgar la salida afuera.
— ¡Estás divagando! —chillé enfadadísimo—. Piensa un poco hombre. Yo soy del miércoles y tú eres del martes...
Empezamos a pelear, invertidos los papeles. Llegué a enfurecerme de veras porque no hubo manera de convencerle de que viniera conmigo a reparar los timones, ni siquiera insultándole y comparándole con asnos cabezotas. Cuando por fin conseguí que cambiara de parecer caímos en el remolino gravitacional siguiente.
Me cubrí de un sudor frío cuando pensé que desde entonces daríamos vueltas en círculo en aquel lazo temporal hasta la eternidad, pero, por suerte, no fue así. Al debilitarse la gravitación hasta el punto de poder levantarme, estaba otra vez en la cabina. Por lo visto el martes local que se mantenía en las cercanías desapareció, convirtiéndose en un pasado sin retorno.
Me senté sin tardar a examinar el mapa, buscando algún remolino decente en el que pudiera introducir el cohete para provocar una nueva inflexión del tiempo que me proporcionaría a un ayudante.
Efectivamente, encontré uno bastante prometedor y, maniobrando los motores, dirigí el cohete, con grandes esfuerzos de manera que pudiera entrar en su mismo centro.
Hay que decir que la configuración de aquel remolino era, según el mapa, más bien desacostumbrada: tenía dos centros, uno al lado del otro. Pero yo, en mi desespero no hice caso de esa anomalía.
Durante las horas de trabajo en la cámara de motores me ensucié mucho las manos: fui, pues, a lavármelas, sabiendo que tardaríamos todavía bastante en entrar en el remolino.
El cuarto de baño estaba cerrado. Llegaban de él unos sonidos especiales,
como si alguien hiciera gárgaras.
— ¿Quién hay aquí? —grité, sorprendido.
—Yo —contestó una voz desde dentro.
— ¿Quién es ese «yo»?
—Ijon Tichy.
— ¿De qué día?
—Del viernes. ¿Qué quieres?
—Quería lavarme las manos... —dije maquinalmente, pensando con intensidad al mismo tiempo; era miércoles noche, y él procedía del viernes; por tanto, el remolino gravitacional al que se acercaba el cohete inflexionaría el tiempo del viernes al miércoles, pero no podía representarme de ningún modo lo que iba a pasar luego dentro del remolino.
Lo que más me intrigaba era la cuestión de dónde podía estar el del jueves.
Mientras tanto, el del viernes no me dejaba entrar en el baño, a pesar de mis llamadas.
— ¡Déjate ya de gárgaras! —Vociferé finalmente con impaciencia—. Cada momento perdido nos puede costar caro. ¡Sal inmediatamente y ayúdame con los timones!
—Para eso no te hago ninguna falta —contestó con calma a través de la puerta—. Por ahí debe de andar el del jueves; llévatelo a él...
— ¿Quién del jueves? Es imposible...
—Supongo que sé si es posible o no, puesto que ya estoy en viernes, y he vivido tanto tu miércoles como el jueves de él...
No muy seguro de mí mismo, giré en redondo al oír un ruido en la cabina: un hombre estaba sacando de debajo de la cama el pesado estuche de las herramientas.
— ¿Tú eres del jueves? —exclamé, corriendo hacia él.
—Exactamente —contestó—. Exactamente... Ayúdame...
— ¿Conseguiremos arreglar ahora los timones? —le pregunté, mientras sacábamos la pesada bolsa.
—No lo sé, el jueves no estaban reparados, pregunta al del viernes...
— ¡Claro, qué cabeza la mía! —Volví rápidamente a la puerta del baño—. ¡Óyeme, el del viernes! ¿Están listos los timones?
—Hoy viernes, no —repuso.
— ¿Por qué no?
—Por eso —dijo, abriendo la puerta. Tenía la cabeza envuelta en una toalla y apretaba contra la frente la hoja de un cuchillo, procurando frenar de este modo el crecimiento de un chichón grande como un huevo. El del jueves se acercó con las herramientas y estaba a mi lado, observando al accidentado con calma y atención. El del viernes dejó sobre una repisa la botella de agua bórica que tenía en la mano libre. Así que fue el gorgoteo del antiséptico lo que yo había tomado por gargarismos.
— ¿Qué es lo que te lo hizo? —pregunté, compasivo.
—No qué, sino quién —contestó—. Fue el del domingo.
— ¿El del domingo? ¡Pero cómo..., no puede ser! —exclamé.
—Es un poco largo de explicar...
— ¡Dejadlo ahora! Corramos afuera, tal vez tengamos tiempo —me dijo el del jueves.
—Pero si el cohete entrará en seguida en el remolino —respondí—. La sacudida puede tirarnos al vacío. Moriremos.
—No digas tonterías —replicó el del jueves—. Si el del viernes está vivo, nada puede pasarnos. Hoy es sólo jueves.
—No, miércoles —protesté.
—Bueno, de acuerdo, da lo mismo. En cualquier caso, el viernes estaré vivo, y tú también.
—Pero somos dos sólo en apariencia —apunté—; en realidad, estoy aquí únicamente yo, sólo que de varios días de la semana...
—Bueno, bueno. Abre la válvula...
Pero resultó que sólo teníamos una escafandra de vacío. No podíamos, pues, salir del cohete ambos a la vez, lo que terminó ese plan de la reparación de los timones.
— ¡Maldita historia, demonios! —Grité exasperado, tirando al suelo la bolsa de las herramientas—. Había que ponerse la escafandra y no quitársela para nada. Yo no pensé en ello, pero, puesto que eres del jueves, hubieras debido recordarlo!
—El del viernes me quitó la escafandra —replicó.
— ¿Cuándo? ¿Por qué?
—No creo que valga la pena explicarlo —se encogió de hombros, se dio la vuelta y volvió a la cabina. El del viernes no estaba. Miré en el cuarto de baño, pero allí tampoco lo encontré.
— ¿Dónde está el del viernes? —pregunté extrañado. El del jueves partía
sistemáticamente los huevos con un cuchillo y soltaba su contenido sobre la grasa caliente.
—En alguna parte, al lado del del sábado —contestó con flema, mezclando
rápidamente los huevos revueltos.
—Lo siento mucho —protesté—; tú ya tuviste tu ración del miércoles y no tienes
derecho a cenar otra vez el mismo día.
—Las provisiones son mías tanto como tuyas —dijo levantando tranquilamente con el cuchillo los bordes de la masa—. Yo soy tú y tú yo, así que viene a ser lo mismo.
— ¡Qué sofística! ¡Deja de poner tanta mantequilla! ¿Te has vuelto loco? ¡No tengo provisiones para tanta gente!
La sartén se le escapó de la mano, yo reboté contra la pared: habíamos entrado en el remolino. La nave volvió a temblar como si tuviera una crisis de paludismo, pero yo pensaba tan sólo en salir al pasillo donde estaba colgada la escafandra, y ponérmela, fuera como fuese.
Así, cuando después del miércoles viniera el jueves, yo, convertido en el del jueves (éste era mi razonamiento), llevaría ya la escafandra encima, y si no me la quitaba un solo instante (lo que me proponía firmemente) la llevaría puesta también el viernes. Gracias a esta estrategia, tanto yo del jueves como yo del viernes tendríamos nuestras escafandras y, al encontrarnos en el mismo presente, podríamos por fin reparar los malditos timones.
El aumento de las fuerzas de gravitación me aturdió un poco; cuando volví a abrir los ojos, me di cuenta que estaba echado a la derecha del jueves, y
no a la izquierda, como antes. No me fue difícil idear todo el plan con la escafandra, pero sí lo era realizarlo porque la gravitación, que iba en aumento, apenas me permitía volverme. Cuando disminuía un poquito, me arrastraba por el suelo milímetro a milímetro hacia la puerta del pasillo. Observé, mientras tanto, que el del jueves hacía exactamente lo mismo.
Finalmente, al cabo de una hora, ya que el remolino era muy extenso, nos
encontramos aplastados en el suelo junto al umbral de aquella puerta. Pensé que, en el fondo, mis esfuerzos no eran imprescindibles: podía dejar que la abriera el del jueves. Sin embargo, empecé a recordar varios detalles que me hacían comprender que ya era yo el del jueves, y no él.
— ¿De qué día eres? —pregunté, para estar seguro. Con la barbilla apretada contra el suelo, le miraba de cerca a los ojos. Abrió la boca con dificultad.
—Del jue... ves —masculló.
Era muy extraño. ¿Continuaría yo, a pesar de todo, siendo del miércoles? Ordené un poco en la cabeza las reminiscencias de los últimos hechos y llegué a la conclusión de que no era posible. El tenía que ser ya el viernes. Ya que antes se me adelantaba un día, seguía seguramente igual. Esperé a que abriera la puerta, pero tuve la impresión de que él se proponía que lo hiciera yo.
La gravitación se debilitó notablemente, así que me levanté y salí corriendo al pasillo. Cuando cogí la escafandra, él me echó la zancadilla y me la arrancó de las manos. Me caí cuan largo era.
— ¡Canalla, cerdo! —Grité— ¡Hacerse esto a sí mismo! ¡Qué animalada!
Pero él se ponía la escafandra sin hacerme caso. Verdaderamente, se pasaba de canalla. De repente, una fuerza extraña le expulsó fuera de la escafandra, en la cual, por lo visto, estaba ya alguien metido. Todo esto me desconcertó un poco: ya no sabía quién era quién.
— ¡Eh, tú, el del miércoles! —gritó el hombre de la escafandra—. ¡Agarra al del jueves, ayúdame!
En efecto, el del jueves procuraba despojar al otro de la escafandra, forcejeando con él y vociferando:
— ¡Suelta esto!
— ¡Vete al cuerno! ¿No ves que me toca a mí y no a ti? —gritó a su vez el otro.
— ¡No sé por qué!
— ¡Porque, imbécil, yo estoy más cerca del sábado que tú, y el sábado los dos tendremos escafandras!
— ¡Eso son ganas de decir tonterías! —Intervine yo en su pelea—. En el mejor de los casos, el sábado sólo tú tendrás la escafandra y no podrás hacer nada, idiota. Dámela a mí; si me la pongo ahora, la tendrás el viernes como el del viernes, y yo también el sábado, como el del sábado, lo que quiere decir que en este caso, seremos dos con dos escafandras... ¡El del jueves, échame una mano!
—Déjate de historias —protestó el del viernes, defendiéndose, ya que le quise despojar
de la preciada prenda por la fuerza—. Primero, no tienes a quien llamar «el del jueves», porque ya pasó la medianoche y ahora mismo tú eres el del jueves; segundo, será mejor que yo me quede con la escafandra, a ti no te servirá de nada...
— ¿Por qué? Si me la pongo hoy, la llevaré también mañana.
—Ya te convencerás tú mismo... ¿No ves que yo ya era tú el jueves? Mi jueves ya pasó, así que sé muy bien...
— ¡Hablas demasiado! ¡Suéltala ahora mismo! —gruñí con rabia. Pero él se me escapó y tuve que perseguirle, primero por la cámara de motores y luego por la cabina.
Efectivamente, en el cohete no había nadie más que nosotros dos. Entendí entonces por qué el del jueves me había dicho que el del viernes le había quitado la escafandra: ahora yo era el del jueves y el del viernes me la estaba quitando a mí. Pero decidí no rendirme tan fácilmente. Espera y verás con quién tratas, pensé. Me fui corriendo a la cámara de motores donde antes había visto en el suelo un fuerte palo que servía para remover la pila atómica, lo agarré y volví a la carrera a la cabina con mi arma. El otro todavía no había tenido tiempo de ponerse el casco.
— ¡Quítate la escafandra! —le espeté, apretando con fuerza el palo.
— ¡Ni soñar!
— ¡Quítatela, te digo!
Dudé un momento si debía pegarle. Me desconcertaba un poco que no tuviera el ojo amoratado ni el chichón en la frente como el del viernes que descubrí en el cuarto de baño, pero de pronto me di cuenta que así tenía que ser. El del viernes era ya seguramente del sábado, acercándose ya tal vez al domingo, mientras el del viernes presente, el que llevaba la escafandra, era hasta hace poco el del jueves, en el cual yo me había convertido a medianoche, así que me estaba acercando por la curva del lazo temporal al sitio en el que el del viernes de antes de la paliza se convertiría en el del viernes apaleado. Pero él me había dicho antes que le arregló así el del domingo, del cual no había ni rastro: en la cabina estábamos sólo él y yo De pronto, una luz deslumbrante me esclareció los hechos.
— ¡Quítate la escafandra! —grité, amenazador.
— ¡Vete a la porra, el del jueves! —exclamó.
— ¡No soy del jueves! ¡Soy del DOMINGO! —vociferé, acometiéndole. Quiso darme una patada, pero los zapatos de la escafandra pesan mucho; antes de que tuviera tiempo de levantar el pie, le di con el palo en la cabeza. No con demasiada fuerza, evidentemente, ya que ya tenía bastante práctica para saber que, a mi vez, recibiría el golpe cuando pasara a ser del viernes y, con franqueza, no quería partirme el cráneo en dos.
El del viernes cayó gimiendo, las manos en la cabeza; le despojé brutalmente de la escafandra y, cuando se marchaba hacia el baño farfullando: «algodón, agua bórica...», empecé a ponerme aquel traje para el vacío, objeto de tanta lucha. Mientras me estaba vistiendo, vi de repente un pie humano que asomaba debajo de la cama. Me arrodillé y miré. Debajo de la cama había un hombre que, procurando no hacer ruido, tragaba vorazmente la última tableta de chocolate con leche que había guardado en la maleta para algún caso
de emergencia galáctica. El ladrón se daba tanta prisa que devoraba el chocolate junto con jirones de papel de plata, que se le pegaban a los labios.
— ¡Deja ese chocolate! —Grité a todo pulmón, tirándole de la pierna—. ¿Quién eres? ¿EL del jueves...? —dije bajando la voz, súbitamente inquieto, pensando que yo tal vez era ya del viernes, lo que significaría que me esperaba la paliza, aplicada por mí al del viernes.
—Soy el del domingo —contestó con la boca llena. Me sentí un poco raro. O mentía, y entonces la cosa no tenía importancia, o decía la verdad, lo que me amenazaba irremediablemente con chichones, ya que fue el del domingo quien pegó al del viernes, tal como el del viernes me había dicho, y yo, haciéndome pasar luego por el del domingo, le di en la cabeza con el palo. En cualquier caso, pensé, aunque mintiera que era del domingo, era probablemente más adelantado que yo y, siendo más adelantado, recordaba todas las cosas anteriores, sabiendo ya que yo había mentido al del viernes.
En estas circunstancias, podía hacerme una treta análoga puesto que lo que fue mi artimaña táctica constituía para él un recuerdo, fácil de aplicar. Mientras yo, indeciso, pensaba en lo que debía hacer, tragó el último trozo de chocolate y salió de debajo de la cama.
—Si eres del domingo, ¿dónde tienes la escafandra? —exclamé bajo el impulso de una idea nueva.
—Ahora mismo la tendré... —dijo tranquilamente. De repente vi que tenía un palo en la mano... Advertí todavía un destello de luz, tan fuerte como una explosión de decenas de supernovas a la vez, y perdí la conciencia.
Me desperté, sentado en el suelo del cuarto de baño. Alguien estaba aporreando la puerta. Empecé a curar mis morados y chichones, mientras el otro seguía llamando; resultó que era el del miércoles. Le enseñé finalmente
mi cabeza llena de porrazos, él se fue con el del jueves a buscar las herramientas, luego sobrevino el jaleo y la lucha por la escafandra. Salí con vida de todo esto y, el sábado por la mañana, me metí debajo de la cama para ver si encontraba una tableta de chocolate en mi maletín. Alguien me cogió de las piernas mientras estaba comiendo la última que encontré debajo de las camisas; no sé quién era, pero le di por si acaso con un palo en la
cabeza, le quité la escafandra y me la estaba poniendo cuando el cohete cayó en el remolino siguiente.
Al volver en mí, ví la cabina llena de gente. Apenas era posible moverse en ella.
Resultó que todos eran yo mismo, de distintos días, semanas y meses. Al parecer, había incluso uno del año próximo. Varias personas tenían ojos amoratados y chichones en la cabeza; cinco de los presentes llevaban escafandras. Pero, en vez de salir inmediatamente afuera para arreglar los desperfectos, empezaron a discutir, vociferar y pelearse. Se trataba de saber quién había pegado a quién, y cuándo.
La situación se complicaba cada vez más, empezaron a aparecer los de la mañana y los de la tarde; temí que si las cosas seguían así, me fragmentaría en unos yos del minuto y del segundo. Por añadidura, la mayoría de los presentes mentían descaradamente, de tal suerte que hasta hoy día no sé verdaderamente a quién pegué y quién me pegó a mí durante la trifulca del
jueves, el del viernes y el del miércoles que fui sucesivamente. Tengo la impresión que, a causa de haber mentido el del viernes diciéndole que era del domingo, recibí una paliza más de las que resultaban de los cálculos según el calendario.
Pero prefiero dejar ya en olvido aquellos momentos desagradables, visto que el hombre que durante una semana no hizo más que pegarse a sí mismo, no tiene de veras de qué enorgullecerse.
Mientras tanto, las peleas continuaban. Era un desespero ver aquella actividad y pérdida de tiempo durante la loca carrera a ciegas del cohete, que le llevaba de vez en cuando a los remolinos del tiempo. Finalmente, los que tenían escafandra se pegaron con los que no las tenían. Traté de introducir un poco de orden en aquel caos y, finalmente, después de unos esfuerzos sobrehumanos, logré organizar una especie de asamblea, cuyo presidente fue proclamado por unanimidad el del año próximo, por ser el de más edad.
Luego escogimos también una comisión escrutiñadora, una comisión de arbitraje y una comisión de mociones libres.
Cuatro de los del mes próximo fueron encargados del servicio del orden. Sin embargo, durante esos trabajos organizativos pasamos por un remolino negativo que redujo nuestro número a la mitad, de modo que en la primera
votación secreta faltó el quórum; no tuvimos, pues, más remedio que cambiar los estatutos antes de proceder a la elección de los candidatos a reparadores de los timones.
El mapa anunciaba varios remolinos en nuestra trayectoria, que anulaban los logros obtenidos; a veces desaparecían los candidatos ya escogidos, o bien volvían el del martes y el del miércoles con la cabeza envuelta en la toalla, provocando escenas de mal gusto.
Después de pasar un remolino positivo de gran fuerza, apenas cabíamos en la cabina y en el pasillo, y, por falta de sitio, no se podía ni soñar con abrir la válvula de salida. Lo peor era que las dimensiones de los desplazamientos en el tiempo crecían cada vez más, empezaba a aparecer gente con canas, de vez en cuando se veían entre la muchedumbre unas cabecitas infantiles que, evidentemente, también eran yo mismo en el período de la niñez.
No me acuerdo, de veras, si yo seguía siendo del domingo o era ya del lunes. Por otra parte, esto no tenía importancia. Los niños lloraban, apretujados por el gentío, y llamaban a la mamá. El presidente, el Tichy del año próximo, soltaba tacos, porque el del miércoles, que se metió bajo la cama en una vana búsqueda del chocolate, le mordió en la pierna cuando le había pisado un dedo. Veía claramente que todo esto terminaría mal, tanto más
que ya empezaban a aparecer entre nosotros algunas barbas blancas. Entre los remolinos 142 y 143 hice circular entre la gente una lista de presencias, pero entonces se descubrió que muchas personas mentían, presentando datos personales falsos.
Sólo Dios sabe por qué lo hacían; tal vez fuera un desequilibrio mental, provocado por la atmósfera reinante en el lugar.
El ruido era tal, que uno sólo se podía hacer entender gritando con todas sus fuerzas. De pronto uno de los Ijon del año pasado tuvo una idea, al parecer
brillante: que el más viejo de nosotros contara la historia de su vida; gracias a esto, se tenía que aclarar por fin quién debía arreglar los timones, puesto que el de mayor edad contenía en su experiencia pasada todos los presentes de varios meses, días y años.
Nos dirigimos con esta petición a un anciano de pelo blanco, quien, temblando ligeramente, se mantenía en un rincón, apoyado en la pared. Accedió con mucho gusto y procedió a narrarnos una larga y aburrida historia sobre sus hijos y nietos, pasando a continuación a sus viajes cósmicos, numerosísimos en su larga vida de noventa años.
Del que se estaba efectuando en el presente, el único que nos interesaba, no se acordaba siquiera por lo avanzado de su esclerosis y por su emoción, pero era tan pagado de sí mismo que no quería confesarlo, contestando a las preguntas de manera evasiva y volviendo tercamente a sus altas relaciones, condecoraciones y nietecitos, así que finalmente tuvimos que gritarle que se callara.
Dos remolinos siguientes hicieron una liquidación cruel entre los reunidos. Después del tercero no sólo hubo mucho sitio libre en el cohete, sino que
desaparecieron todos los que llevaban escafandras. Quedó una, vacía, que la comisión especialmente designada al objeto colgó en el pasillo. Después de una nueva lucha por el preciado traje, vino otro remolino que vació la nave. Me encontré sentado en el suelo, con los ojos hinchados, entre objetos destrozados, jirones de ropa y libros rotos.
El suelo estaba cubierto de papeletas de votación. El mapa me indicó que había atravesado ya toda la zona de remolinos gravitacionales. Al no poder contar con una duplicación y, por tanto, con una posible ayuda en el arreglo del defecto del cohete, caí en la depresión y en el desespero.
Cuando una hora más tarde salí al pasillo, advertí, estupefacto, la ausencia
de la escafandra. Recordé entonces, como a través de una niebla, que, antes del último remolino dos pequeñajos habían salido disimuladamente de la cabina. ¿Se habrán puesto los dos la única escafandra? Impelido por una idea súbita corrí a los timones.
¡Funcionaban! Así pues, los dos niños arreglaron la avería mientras nosotros nos enzarzábamos en disputas estériles. Supongo que uno de ellos puso los brazos en las mangas de la escafandra y, el otro, en sus perneras; de este modo, pudieron tener simultáneamente en las dos manos las dos llaves para atornillar las tuercas a ambos lados de los timones.
 Encontré la escafandra vacía en la cámara de presión, junto a la válvula. Me la llevé a la cabina como si fuera una reliquia, sintiendo mi corazón colmado
de gratitud hacia aquellos valientes chiquillos, que eran yo, mucho tiempo atrás.
Así terminó aquella aventura mía, tal vez una de las más extraordinarias de mi vida.
Llegué felizmente al término de mi viaje gracias a la inteligencia y valor que manifesté en las personas de los dos niños.
Se dijo después que inventé toda esta historia; los más malintencionados se
permitieron insinuar que tengo una debilidad por el alcohol, bien disimulada en la Tierra, a la cual doy paso libre durante los largos años de viajes cósmicos.
Sólo Dios sabe qué clase de chismorreos corrió sobre este tema; los hombres son así: más fácilmente dan fe a unos absurdos por inverosímiles que sean, que a los hechos auténticos que me permití presentar en estas líneas.

jueves, 3 de mayo de 2012

Pequeña biografìa y caricatura de Ray Bradbury

Ray Douglas Bradbury (22 de agosto de 1920). Escritor norteamericano de misterio del género fantástico, terror y ciencia ficción, principalmente conocido por su obra Crónicas Marcianas y la novela Fahrenheit 451. 
Sus obras a menudo producen en el lector una angustia metafísica, desconcertante, bajo un clima poético y cierto romanticismo, como rasgos persistentes, y temas inspirados en la vida diaria de las personas. Bradbury, se considera a sí mismo "un escritor de fantasías y narrador de cuentos con propósitos morales". 

El Lago” (1944) 
“…Recuerdo el momento exacto en el que supe que sería escritor. “Lo supe el día que terminé de escribir “
El lago. Ese día lloré...” (Ray Bradbury) 

Este es uno de los cuentos más tristes, melancólicos y tiernos de Bradbury. Nos sumerge en una atmósfera que reúne la serenidad y la expectación, la ternura y el temor a lo desconocido: la muerte, la infancia, los sueños, los miedos, las promesas mas allá de la muerte, el amor inocente, la madre, las vacaciones en la playa, desde el sentimiento de un ser sensible, que recuerda un momento crucial de su infancia, que marco su vida... (McKland) 

El lago - Ray Bradbury


Un cielo a mi medida arrojado sobre el lago Michigan; sobre la arena amarilla, algunos críos gritones botando pelotas; una o dos gaviotas, una madre criticona y yo huyendo de una ola y encontrando este mundo nublado y húmedo. 

Subí corriendo por la playa. 

Mamá me frotó con una esponjosa toalla. 

-Quédate aquí y sécate -dijo. 

Me quedé allí y observé cómo el sol evaporaba las gotas de agua de mis brazos. Las sustituí por carne de gallina. 

-Hace viento -dijo mamá-. Ponte el suéter. 

-Espera que vea mi carne de gallina -dije. 

-Harold -dijo mamá. 

Me embutí en el suéter y contemplé alzarse y caer las olas sobre la playa. Pero no desmañadamente, sino adrede, con una especie de verde elegancia. Ni siquiera un hombre borracho podría derrumbarse con la misma elegancia que aquellas olas. 
Eran los últimos días de septiembre, cuando las olas se vuelven tristes sin ninguna razón. Con sólo seis personas en ella, la playa aparecía demasiado larga y solitaria. Los críos habían dejado de botar la pelota Porque también el viento los ponía tristes, silbando como silbaba, y permanecían sentados, sintiendo avanzar el otoño por la larga playa. 

Todos los puestos de perritos calientes estaban cerrados con maderas doradas, clausurando los olores a mostaza, a cebolla y a carne, del largo y alegre verano. Era como clavetear el verano dentro de una hilera de féretros. Uno tras otro, los puestos bajaron sus toldos, cerraron con candados sus puertas, y el viento llegó y barrió la arena, borrando las millones de huellas de pisadas de julio y agosto. Así era en septiembre, no quedaba nada más que la señal de mis zapatillas de tenis, de goma, y los pies de Donald y Delaus Schabold y su padre bajaron por la curva del agua. 

Cortinas de arena soplaban sobre las aceras, y el tiovivo estaba tapado con lonas, con todos los caballos paralizados entre el cielo y la tierra en sus barras de latón, mostrando los dientes, galopando. Con sólo la música del viento deslizándose a través de la lona. 

Yo estaba allí. Todos los demás estaban en la escuela. Yo no. Mañana estaría de camino hacia el oeste, atravesando en un tren los Estados Unidos. Mamá y yo habíamos llegado a la playa para pasar un último y breve momento. 

Había algo en la soledad que me hizo desear alejarme. 

-Mamá, quiero correr por la playa. 

-De acuerdo, pero date prisa en volver, y no te acerques al agua. 

Corrí. La arena giraba bajo mis pasos y el viento me levantaba. Ya se sabe cómo es eso al correr, los brazos extendidos mientras se siente como velas entre los dedos, causadas por el viento. Como alas. 

Mamá apartada en la distancia, sentada. Pronto no fue más que una mota oscura y yo me encontraba completamente solo.
Permanecer solo es una novedad para un niño de doce años. Está acostumbrado a verse siempre rodeado de gente. El único modo de estar solo está en su mente. Por eso es que los niños se imaginan cosas tan fantásticas. Hay tantas personas a su alrededor, diciéndoles lo que tienen que hacer y cómo, que los niños tienen necesidad de escaparse a correr por aunque sólo sea en su mente, para encontrarse en su propio mundo con sus propios valores diminutos. 

De manera que yo estaba realmente solo. 

Me metí en el agua y sentí el frío en el vientre. Antes, con la multitud, no me había atrevido a mirar. Pero ahora... un hombre serrado por la mitad. Un mago. El agua es así. Se siente como si uno estuviera serrado por la mitad, y que una parte se disuelve como si fuera azúcar. Agua fría, y de vez en cuando una ola que rompe elegantemente, con una ostentación de encajes. 
Pronuncié su nombre. La llamé una docena de veces: 

-¡Tally! ¡Tally! ¡Oh, Tally! 

Es curioso, pero uno espera respuestas a sus llamadas cuando es joven. Uno siente que lo que piensa tiene que ser real. Y, a veces, quizá eso no es tan erróneo. Pensé en Tally, nadando en el agua en el pasado mayo, con sus trenzas colgando, rubia. Se fue riéndose, y el sol caía sobre sus pequeños hombros de doce años. Pensé en el agua que permanecía quieta, en el salvavidas saltando al agua, en la madre de Tally gritando, y en que Tally nunca salió... 

-El salvavidas intentó convencer a Tally de que saliera, pero no salió. El salvavidas regresó con sólo hebras de entre sus grandes dedos huesudos, y Tally desapareció. Ya no se sentaría más frente a mí en la escuela, ni perseguiría la pelota en las losas de la calle las noches de verano. Se había internado demasiado y el lago no le permitiría regresar. 

Y ahora, en el solitario otoño, cuando el cielo era enorme y el agua era enorme y la playa tan larga, yo había bajado por última vez, solo. 

Grité su nombre una y otra vez. 

-¡Tally! ¡Oh, Tally! 

El viento soplaba suavemente en mis oídos, como sopla en la boca de las conchas marinas, haciéndoles murmurar. El agua subió y se abrazó a mi pecho y luego a mis rodillas, y subió y bajó, absorbiendo la arena bajo mis talones. 

-¡Tally! ¡Oh, Tally, vuelve! 

Yo sólo tenía doce años. Pero sabía lo mucho que amaba a Tally. Era ese amor anterior a todo significado del cuerpo y de la moral. Era ese amor que estaba hecho de todos los días calurosos pasados en la playa y de los tranquilos días en la escuela. Todos los largos días de otoño de los pasados años, cuando yo le llevaba los libros a casa desde la escuela. 

-¡Tally! 

Grité su nombre por última vez. Tirité. Sentí el agua en la cara y no supe cómo había llegado allí. Las olas no habían subido a esa altura. 

Volviéndome, me retiré a la arena y me quedé allí durante media hora, esperando un destello, una señal, un pequeño indicio que me recordara a Tally
. Luego, como una especie de símbolo, me arrodillé e hice un castillo de arena, hermoso y alto, como los que Tally y yo habíamos hecho tantas veces. Pero esta vez sólo hice la mitad. Luego me levanté. 

-Tally, si me oyes, ven y haz tú lo que falta. 

Empecé a caminar hacia la lejana mota que era mamá. El agua avanzó en círculos sucesivos y se mezcló con la arena del castillo, desmoronándolo poco a poco en la uniformidad original. 

No pude evitar pensar que no hay castillos que uno edifique en la vida que alguna ola no desmorone. 

Subí silenciosamente por la playa. 

Un tiovivo, a lo lejos, cascabeleaba débilmente, pero era sólo el viento. 

Salí en el tren al día siguiente. 

Atravesamos los campos de trigo de Illinois. El tren tiene escasa memoria. Pronto lo deja todo atrás. Olvida los ríos de la niñez, los puentes, los lagos, los valles, las casas de campo, los dolores y alegrías. Los va esparciendo detrás y se hunden en el horizonte. 

Mis huesos se alargaron y se cubrieron de carne; mi mente se cambió en otra más vieja; me despojé de lo que ya no era apropiado; cambié la escuela primaria por el instituto, y los libros del colegio por los libros de Derecho. Y entonces hubo una joven en Sacramento y hubo palabras y besos. 

Continué con mis estudios de Derecho. Tenía a la sazón veintidós años y casi había olvidado cómo era el Este. 

Margaret sugirió que nuestro aplazado viaje de luna de miel fuera en esa dirección. 

El tren actúa en dos sentidos, como la memoria. Devuelve rápidamente todas aquellas cosas que uno dejó atrás hace muchos años. 

Lake Bluff, una ciudad de diez mil habitantes, surgió perfilada contra el cielo. Margaret estaba encantadora con su precioso vestido nuevo. Se dedicó a observarme al tiempo que yo miraba mi viejo mundo. Sus fuertes y blancas manos sujetaron las mías mientras el tren se deslizaba en la estación de Bluff y sacaban nuestro equipaje. 

¡Hay que ver lo que cambian los años los rostros y cuerpos de las personas! Cuando paseamos por la ciudad, cogidos del brazo, no reconocí a nadie. Había rostros que traían recuerdos. Recuerdos de excursiones por barrancos. Rostros con pequeñas risas, procedentes de escuelas primarias ya cerradas, y columpiándose en balancines, y subiendo y bajando en subibajas. Pero no hablé. Me limité a pasear y mirar y llenarme de aquellos recuerdos, como hojas amontonadas en otoño para ser quemadas. 

Pasamos allí días felices. Dos semanas en total, volviendo a visitar juntos todos los lugares. Pensé que amaba mucho a Margaret. Por lo menos pensé que la amaba. 

Era uno de los últimos días y habíamos bajado a pasear por la costa. El año no estaba tan avanzado como aquel de hacía muchos años, pero en la playa se advertían las primeras señales de abandono. La gente se dispersaba, varios de los puestos de perritos calientes habían cerrado y el viento, como siempre, zumbaba. 

Casi vi a mamá sentada en la arena tal como solía sentarse. De nuevo tenía el sentimiento de querer estar solo. Pero no podía decidirme a decírselo a Margaret. Me limité a cogerme a ella y esperé. 

Era tarde. La mayor parte de los niños se había ido a casa, Y sólo unos pocos hombres y mujeres permanecían tomando el sol, acariciados por el viento. 

La barca del salvavidas subió a la orilla. El salvavidas salió de ella con algo en los brazos. 

Me estremecí. Contuve la respiración y me sentí pequeño, sólo con doce años, muy pequeño, muy infinitesimal. y asustado. El viento aullaba. No veía a Margaret. Sólo podía ver la playa, al salvavidas emergiendo lentamente de su barca con un saco gris en las manos, no muy pesado, y su cara, casi tan gris y arrugada. 

-Quédate aquí, Margaret -dije, sin saber por qué lo decía. 

-Pero ¿por qué? 

-Quédate aquí, eso es todo... 
Bajé lentamente por la arena hacia donde estaba el salvavidas. El hombre me miró. 

-¿Qué es eso? -le pregunté. 

El salvavidas se quedó mirándome durante un largo rato, sin poder hablar. Dejó el saco gris en la arena -el agua murmuró a su alrededor- y retrocedió. 

-¿Qué es? -insistí. 

-Está muerta -dijo el salvavidas tranquilamente. 

Esperé. 

-Raro -dijo él en voz baja-. La cosa más rara que he visto jamás. Lleva muerta... mucho tiempo. 

Repetí sus palabras. 

-¿Mucho tiempo? 

-Diez años, diría yo-. Este año no se ha ahogado ningún niño. Desde 1933 se han ahogado aquí doce niños, pero recuperamos los cuerpos de todos ellos a las pocas horas. De todos menos de uno, que yo recuerde. Este cuerpo, que debe de llevar diez años en el agua. No es... agradable. 

-Abra el saco -dije, sin saber por qué. 

El viento era más fuere. El salvavidas toqueteó el saco torpemente. 

-Me parece que es una niña pequeña, porque todavía lleva trenzas. No hay mucho más que decir. 

-¡Vamos, ábralo! -grité. 

-Es mejor que no lo haga -dijo, y quizá vio el aspecto de mi rostro-. Era una niña pequeña... 

Abrió el saco lo justo. 

La playa estaba desierta. Solamente el cielo y el viento y el agua y el otoño. La miré. 

Dije algo, una y otra vez. El salvavidas me miró. 

-¿Dónde la encontró? -pregunté. 
-Abajo, en la playa, en agua profunda. Es mucho, mucho tiempo para ella, ¿verdad? 

Sacudí la cabeza. 

-Sí, lo es. Oh, Dios, sí lo es. 

Las personas crecen, pensé. Yo he crecido. Pero ella no ha cambiado. Ella es todavía pequeña. Ella es todavía joven. La muerte no permite crecer ni cambiar. Ella es todavía joven. Todavía tiene el pelo rubio. Será siempre joven, y yo la amaré siempre, oh Dios, la amaré siempre. 

El salvavidas ató el saco de nuevo. 

Pocos minutos después, yo paseaba solo por la playa. Encontré algo que verdaderamente no esperaba. 

-Este es el lugar donde el salvavidas descubrió su cuerpo -me dije a mí mismo. 

Allí, al borde del agua, permanecía el castillo de arena, sólo a medio construir. Tally y yo solíamos hacer castillos. Ella, medio. Y yo, medio. 

Lo miré. Allí era donde habían encontrado a Tally. Me arrodillé junto al castillo de arena y vi las pequeñas huellas de pies que procedían del lago y que volvían al lago de nuevo... y no retornaban nunca. 

Entonces... me di cuenta. 

-Te ayudaré a acabarlo -dije. 

Así lo hice. Construí el resto del castillo muy lentamente y luego, levantándome, me di la vuelta y me alejé para no ver cómo se desmoronaba en las olas, como todas las cosas se desmoronan. 

Volví por la playa hacia donde una mujer extraña llamada Margaret me esperaba, sonriendo...