martes, 17 de abril de 2012

La trampa de Garganciano


Expedición primera o la trampa de Garganciano

Cuando el Cosmos no estaba tan desajustado como hoy día y todas las estrellas guardaban un buen orden, de modo que era fácil contarlas de izquierda a derecha o de arriba abajo, reunidas además en un grupo aparte las de mayor tamaño y más azules, y las pequeñas y amarillentas, como cuerpos de segunda categoría, metidas por los rincones; cuando en el espacio no se vislumbraba ni rastro de polvo, suciedad y basura de las nebulosas, en aquellos viejos tiempos, tan buenos, existía la costumbre de que los
constructores con Diploma de Omnipotencia Perpetua con nota sobresaliente fueran de vez en cuando de viaje para llevar a pueblos remotos ayuda y buenos consejos. Ocurrió, pues, que de acuerdo con esa tradición se pusieron en camino Trurl y Clapaucio, a quienes crear y apagar las estrellas no les costaba más que a ti cascar las nueces.
Cuando la inmensidad del abismo recorrido hubo borrado en ellos el último recuerdo del cielo patrio, vieron ante sí un planeta, ni demasiado pequeño ni demasiado grande, de tamaño muy apropiado, con un solo continente. Exactamente por el medio corría una línea roja y todo lo que había a un lado era dorado, y todo lo del otro rosado. Los constructores comprendieron en seguida que se trataba en este caso de dos estados vecinos, y decidieron celebrar un consejo antes de aterrizar.
—Puesto que aquí hay dos estados —dijo Trurl—, es de justicia que tú te dirijas a uno y yo al otro. Así nadie saldrá perjudicado.
—Me parece bien —contestó Clapaucio—, pero ¿qué hacemos si nos piden material de guerra? Puede ocurrir.
—Es cierto, pueden exigirnos armamentos, incluso milagrosos —convino Trurl—.
Decidamos que se los negaremos en redondo.
— ¿Y si insisten con violencia? —objetó Clapaucio—. No sería nada nuevo.
—Vamos a verlo en seguida —dijo Trurl, y conectó la radio, de la cual salió, atronadora, una entusiasta marcha militar.
—Tengo una idea —dilo Clapaucio, apagando la radio—. Podemos aplicar la receta de Garganciano. ¿Qué te parece?
— ¡Ah...! ¡La receta de Garganciano! —exclamó Trurl—. No he oído nunca que nadie la usara. Pero podemos ser nosotros los primeros en hacerlo. ¿Por qué no?
—Tú y yo estaremos dispuestos a aplicarla, pero es imprescindible que lo hagamos los dos, si no, todo puede terminar bastante mal.
— ¡Oh! Es muy fácil —dijo Trurl. Sacó del bolsillo una cajita de oro y la abrió. Dentro había, sobre un forro de terciopelo, dos bolitas blancas—. Toma una, yo guardaré la otra.
Mira bien la tuya cada noche; si se pone rosada, significará que apliqué la receta.
Entonces tú haces lo mismo.
—De acuerdo. Decidido —dijo Clapaucio, y guardó la bolita, después de lo cual
aterrizaron, se abrazaron y se pusieron en marcha en direcciones opuestas.
El estado que tocó en suerte a Trurl era gobernado por el rey Monstrogrito, militarista convencido como todos sus antepasados, y, además, su tacañería tenía una dimensión verdaderamente cósmica. Para aliviar el presupuesto nacional derogó todas las penas a excepción de la capital. Su pasatiempo favorito era la liquidación de funcionarios superfluos, pero desde que había suprimido el cargo de verdugo todos los sentenciados tenían que decapitarse solos o, en el caso de favor real excepcional, con la ayuda de los
familiares más allegados. Entre las artes fomentaba sólo las que no exigían mayores gastos, tales como la recitación a coro, juego de ajedrez y gimnasia militar. En general, apreciaba enormemente todo arte guerrero, ya que las contiendas victoriosas suelen traer notables ganancias; por otra parte, sólo se puede preparar bien una guerra en tiempos de paz, razón por la cual el rey la toleraba, aunque no excesivamente. La reforma más grande de Monstrogrito fue la nacionalización de la alta traición. Como el país vecino le enviaba espías, el monarca creó la función de Vendedor alias Vendido de la Corona, quien transmitía a un precio elevado secretos estatales a los agentes del enemigo; los que mejor se vendían eran los anticuados, porque costaban menos. A los agentes les convenía gastar poco, ya que tenían que pasar cuentas con la tesorería de su país.

Los súbditos de Monstrogrito se levantaban temprano, vestían modestamente y se acostaban tarde, porque trabajaban mucho. Preparaban sacos de tierra y harinas para las fortificaciones, fabricaban armas y denuncias. Para que el estado no se viniese abajo por exceso de estas últimas (una crisis de esta clase se produjo durante el reinado de Bartolino el de Cien Ojos, cientos de años atrás), la persona que hacía demasiadas denuncias tenía que pagar un impuesto especial de lujo. Así pues, el asunto se mantenía a un nivel razonable. Al llegar a la corte de Monstrogrito, Trurl le ofreció sus servicios.
Como era de suponer, el rey ordenó que le construyera unas potentes armas de guerra.
Trurl pidió un plazo de tres días para reflexionar y, cuando estuvo solo en el modesto aposento que le fue asignado, miró la bolita en la cajita de oro. Era blanca, pero, mientras la observaba, empezó a ponerse rosa lentamente.
« ¡Ajá! —pensó—. ¡Echemos mano de Garganciano!», y se puso a leer las instrucciones secretas.
Mientras tanto, Clapaucio se encontraba en el otro estado, donde gobernaba el
poderoso rey Monstropito. Allí todo era muy diferente a lo de Monstrogriteria. Este monarca adoraba también las marchas guerreras y las batallas, destinaba también mucho dinero para los armamentos, pero lo hacía de manera ilustrada porque era un rey de gran sensibilidad y amante de las artes como nadie. Rendía culto a los uniformes, los cordones dorados, los galones y las borlas, fajines, ujieres con campanitas, acorazados y charreteras. Era muy sensible: cada vez que botaba un nuevo acorazado temblaba de pies a cabeza. No escatimaba medios a los pintores de batallas, pagándoles, por razones
patrióticas, según la cantidad de enemigos caídos, así que en los cuadros que abundaban en el reino se amontonaban hasta el cielo montañas de cadáveres del enemigo. Su estilo de gobernar era el absolutismo ilustrado y la severidad matizada de magnanimidad. Cada año, el día del aniversario de su advenimiento al trono, introducía una reforma nueva. Una vez decretó que se adornaran con flores todas las guillotinas, otra, mandó engrasarlas
para que no chirriaran, otra, dorar las hachas de los verdugos, exigiendo, por motivos humanitarios, que se las afilase bien. Tenía un alma generosa, pero no aprobaba el despilfarro, por cuya razón promulgó un decreto especial que normalizaba todas las ruedas, palos, tornillos y cadenas. Las decapitaciones de los desviacionistas, por otra parte poco frecuentes, se celebraban a bombo y platillo, con lujo, orden y disciplina, con consuelo espiritual, extremaunción, entre cuadriláteros de tropa formada con uniformes rebosantes de galones y borlas. El sabio monarca profesaba una teoría que llevaba a la práctica: la de la felicidad universal. Es bien sabido que el hombre no ríe porque está alegre, sino que está alegre porque ríe. Cuando todos dicen que las cosas van
perfectamente bien, el ambiente mejora en seguida. Los súbditos de Monstropito tenían, pues, la obligación de repetir en voz alta, por su propio bien naturalmente, que todo les iba a pedir de boca; el rey cambió la antigua fórmula de saludo, poco explícita, «Buenos días», por una más ventajosa «Qué bien.» Los niños hasta la edad de catorce años tenían permiso para decir «¡Olé!», y los ancianos «¡Enhorabuena!”
Monstropito se alegraba mucho, viendo cómo se fortalecía el espíritu del pueblo, cuando, al pasar por las calles en una carroza cuyas formas recordaban las de un acorazado, miraba las vitoreantes muchedumbres y oía sus «¡Olés!», «¡Quebienes!» y «¡Enhorabuenas!», a las que se dignaba contestar con un gesto de su mano real.
Demócrata en el alma, le gustaba mucho entablar cortas charlas con los viejos soldados, veteranos de innúmeras batallas, y no se cansaba nunca de oír relatos guerreros que se contaban en torno a los fuegos de campamento. A veces, al recibir a un dignatario extranjero, se golpeaba de pronto la rodilla con el cetro, exclamando: «¡A ellos!», o «¡Quitadme de aquí este acorazado, muchachos!», o «¡Que me ahorquen!», ya que por encima de todo amaba y admiraba el vigor y el coraje de sus fieles huestes, pies de cerdo guisados con alcohol puro, pan seco, cañones y balas.
Por eso, si se sentía triste, hacía  desfilar ante sí regimientos que cantaban: Tropa fileteada, Vidas de marra, todos chatarra.
El tornillo suena, yo no tengo pena, o bien la antigua marcha real: Del enemigo la coraza es mas blanda que melaza. El rey ordenó que, cuando muriera, la vieja guardia cantara junto a su tumba su canción preferida: El robot viejo ha de herrumbrarse.
Clapaucio no consiguió llegar directamente a la corte del monarca. En el primer pueblo que encontró llamó a varias casas, pero nadie le abrió la puerta. En las calles no había un alma. De pronto vio a un niño pequeño que se le acercaba.
— ¿Compra usted? —preguntó la vocecita infantil—. Vendo barato.
—Tal vez compre, pero ¿qué? —preguntó Clapaucio, sorprendido.
—Un secretito de estado —contestó el niño, enseñándole por el escote de la camiseta el borde de un pleno de movilización.
Clapaucio se sorprendió todavía más y dijo:
—No, pequeño, no me hace falta. ¿Sabes dónde vive el alcalde?
— ¿Para qué necesita al alcalde? —preguntó el niño, que ceceaba.
—Para hablar de una cosa.
— ¿A solas?
—Puede ser a solas.
— ¿Entonces busca un agente? Mi papá le iría bien. Es de fiar y no cobra mucho.
—Enséñame, pues, a ese papá tuyo —dijo Clapaucio, viendo que no había otro modo de terminar con aquella conversación. El pequeñín lo condujo a una de las casas; dentro, en torno a una lámpara encendida, aunque era de día, estaba reunida toda la familia: el anciano abuelo sentado en una mecedora, la abuela haciendo media y toda su progenie, madura y fuerte, ocupada en lo suyo, como suele pasar en las casas.
Al ver a Clapaucio se levantaron y se abalanzaron sobre él; resultó que las agujas de hacer media eran esposas, la lámpara un micrófono, y la abuela, el jefe de policía local.
«Debe de ser un malentendido», pensó Clapaucio cuando, después de darle una paliza, le echaron al calabozo. Esperó con paciencia toda la noche, ya que de todos modos no podía hacer otra cosa. Vino el alba, cubriendo de plata las telarañas de las paredes de piedra y los restos herrumbrosos de antiguos prisioneros; al cabo de un rato se lo llevaron para que prestara declaración. Se descubrió entonces que tanto el pueblo como las casas y el niño estaban puestos allí adrede para engañar a los viles espías del enemigo.
Clapaucio no corría el riesgo de ser juzgado, ya que el procedimiento era corto.
Por el intento de entrar en contacto con el papá-vendedor de secretos le tocaba la guillotinación de tercera clase, puesto que la administración local ya había gastado los fondos destinados en el presupuesto de aquel año a sobornar a los espías de fuera, y además Clapaucio, por su parte, a pesar de todas las insistencias, no quería comprar ningún secreto de estado.
El hecho de no llevar encima una suma importante de dinero constituía un cargo supletorio contra él.
Clapaucio decía y volvía a decir siempre lo mismo en su defensa, pero el oficial que le tomaba la declaración no creía sus palabras y, además, aunque hubiera querido liberarlo, no era de su incumbencia hacerlo. No obstante, el asunto fue transmitido a una instancia superior, sometiéndose mientras tanto a Clapaucio a tortura, más bien por el sentido del deber que por necesidad. Una semana
después la situación tomó un cariz favorable: el reo, arreglado y limpio, fue enviado a la capital, donde, habiendo aprendido las normas de la etiqueta cortesana, obtuvo el honor de ser recibido en audiencia privada por el rey. Le dieron incluso una trompeta, ya que en lugares oficiales cada ciudadano anunciaba su llegada y su marcha con un trompeteo; la disciplina era tan rígida que en todo el estado la salida del sol no valía sin un toque de corneta.
Monstropito pidió, naturalmente, armas nuevas; Clapaucio prometió cumplir el deseo del monarca, asegurándole que su invento iba a revolucionar las mismas bases de la acción bélica.
«¿Qué ejército es invencible?», preguntó, dando en seguida la respuesta:
—El que tiene mejores jefes y soldados más disciplinados. El jefe da órdenes y el soldado obedece; el primero tiene que ser, pues, inteligente y el segundo, disciplinado.
Sin embargo, la sabiduría de un intelecto, incluso militar, está sujeta a unos límites naturales. Por otra parte, un jefe genial puede topar con otro igualmente dotado. Puede caer también en el campo de honor dejando huérfana a su tropa, o bien hacer otra cosa mucho peor todavía, si, acostumbrado profesionalmente a pensar, acaricia el sueño de hacerse con el poder.
¿No es acaso peligrosa una banda de oficiales superiores cubiertos de orín en los campos de batalla a quienes el esfuerzo mental bélico reblandeció tanto las
meninges que empiezan a soñar con el trono? ¿No fue acaso este el fin de numerosos reinados?
De esto se deduce claramente que los jefes son solamente un mal necesario; se trata, por tanto, de liquidar esa necesidad. La disciplina de un ejército consiste en hacer cumplir al pie de la letra las órdenes recibidas. El ideal reglamentario sería una tropa que convirtiera miles de pechos y pensamientos en un solo pecho, un solo pensamiento, una sola voluntad. A este fin sirve todo el reglamento, la instrucción militar, las maniobras y el entrenamiento. Pero la perfección inalcanzable hasta ahora se lograría ideando un ejército que actuara literalmente como un solo hombre, siendo él mismo el autor y el realizador de sus propios planos estratégicos. ¿Quién representa la personificación de este ideal? Únicamente el individuo, ya que a nadie escuchamos con tanto placer como a nosotros mismos, y nunca se cumplen las órdenes con tanto entusiasmo como cuando uno se las da a sí mismo. Además, el individuo no puede ser dispersado por el enemigo, negarse a obedecer sus propias disposiciones, ni conspirar contra sí mismo. Lo esencial es, pues, convertir el afán de obediencia, el amor propio que posee todo el mundo en la propiedad de miles de soldados. ¿Cómo hacerlo?
Aquí Clapaucio pasó a explicar al rey, todo oídos, las ideas del maestro Garganciano, sencillas como todo lo genial.
—A cada soldado —aclaró— se le atornilla una clavija delante y un enchufe detrás. A la orden: «¡Unirse!», las clavijas saltan en los enchufes, y allí donde un momento antes se encontraba una banda de civiles, aparece una formación de tropa perfecta. Cuando todas las mentes por separado, ocupadas hasta entonces en las tonterías de la vida fuera del cuartel, se confunden en la uniformidad literal del espíritu militar, aparece automáticamente no sólo la disciplina, fácil de constatar, puesto que toda la tropa hace lo mismo siendo un solo espíritu en millones de cuerpos, sino también la sabiduría, en directa proporción al número de soldados. Un pelotón posee la psiquis de suboficial; una compañía es tan inteligente como un capitán de estado mayor; un batallón, como un coronel diplomado, y la división, aun de reserva, vale tanto como todos los estrategas juntos.
Así se pueden conseguir formaciones de una genialidad estremecedora. No hay que temer una falta de disciplina, no puede haberla, ya que ¿quién no se obedece a sí mismo? Este procedimiento termina con los antojos y caprichos individuales, con la eventual incapacidad de los jefes, con sus mutuas envidias, emulaciones y conflictos; una vez unidas las formaciones, no deben volver a separarse, ya que en caso contrario sólo provocaríamos un caos. ¡Ejército sin jefes, jefe de sí mismo, he aquí mi idea!
Con estas palabras terminó Clapaucio su discurso, que dejó una profunda impresión en el rey.
—Váyase a su acantonamiento —dijo finalmente el monarca— y yo deliberaré con mi estado mayor...
—¡Oh, no lo haga, Majestad! —exclamó astutamente Clapaucio, fingiendo una gran turbación—. El emperador Turbuleón obró así y su estado mayor, defendiendo sus propios empleos, saboteó el proyecto. Poco tiempo después, el vecino de Turbuleón, el rey Esmalteo, atacó con su ejército reformado el estado del emperador y lo devastó a pesar de que el número de sus soldados era ocho veces menor
Después de decir esto, Clapaucio se marchó al apartamento que le fue asignado y miró la bolita; viendo que se había puesto de color de remolacha, comprendió que Trurl había hecho el mismo trabajo que él en el estado del rey Monstrogrito. Pronto el rey en persona le encargó la transformación de un pelotón de infantería: la pequeña formación, unida espiritualmente en un solo ser, gritó: «¡Muerte! Muerte!» y, rodando colina abajo sobre tres escuadrones de coraceros reales, armados hasta los dientes y acaudillados por seis profesores de la Academia del Estado Mayor, los convirtió en papilla. Se apenaron mucho todos los mariscales de campo y capitanes generales, almirantes y contraalmirantes, jubilados inmediatamente por el rey, quien, convencido totalmente de las ventajas del sagaz invento, dio a Clapaucio la orden de transformar toda su tropa.
En seguida las fábricas de armamento y piezas eléctricas empezaron a producir día y noche vagones de clavijas que se atornillaban, en sitios previstos, en todos los cuarteles.
Clapaucio iba inspeccionando guarnición tras guarnición, con el pecho cubierto de condecoraciones concedidas por el rey. Trurl se afanaba de idéntica manera en el país de Monstrogrito, pero tuvo que contentarse, a causa de la notoria afición de aquel monarca al ahorro, con el título vitalicio de Gran Vendedor de la Patria. Así pues, ambos estados se preparaban a la acción bélica. En la fiebre de la movilización se aprestaban tanto las armas convencionales como nucleares, restregando desde el alba hasta la noche cerrada cañones y átomos, para que brillaran conforme al reglamento. Los constructores que ya no tenían nada que hacer allí, recogían disimuladamente sus cosas, para reunirse en el momento oportuno en el lugar previsto, junto a la nave escondida en el bosque.
Mientras tanto, cosas muy extrañas ocurrían en los cuarteles, sobre todo en los de infantería. Las compañías ya no necesitaban aprender la instrucción militar ni hacer el recuento para conocer el número de los soldados, del mismo modo que nadie confunde su pierna izquierda con la derecha, ni calcular para saber si tiene dos. Daba gusto ver cómo las formaciones reorganizadas desfilaban, cómo obedecían a «¡Vuelta a la zquierda!» y «¡Firmes!» Después de la instrucción, en cambio, unas compañías charlaban animadamente con otras, gritando por las ventanas abiertas de los acantonamientos frases sobre el concepto de la verdad coherente, juicios analíticos y sintéticos a priori y razonamientos sobre la existencia in se; éste era ya el nivel alcanzado por la inteligencia colectiva, cuyo trabajo mental condujo a elaborar leyes de filosofía, hasta que un batallón llegó a un solipsismo total, proclamando que fuera de él no existía concretamente nada. Puesto que de ello se deducía que no había ni monarca ni enemigo, hubo que volver a separar en secreto a sus soldados, e incorporarlos en las unidades adscritas al realismo epistemológico. Según parece, y simultáneamente, en el estado de Monstrogrito la sexta división de comandos se pasó de los ejercicios de cargar el arma a los ejercicios místicos y,  sumida en la contemplación, por poco se sume en un torrente.
No se conocen bien los pormenores del acontecimiento; lo cierto es que justo entonces fue declarada la guerra y los batallones, en medio de un gran estruendo de hierros, empezaron a avanzar lentamente por ambos lados hacia la frontera.
La ley del maestro Garganciano funcionaba con una perfección implacable. Cuando unas formaciones se unían con otras, aumentaba proporcionalmente su sensibilidad artística que llegaba al máximo al nivel de la división reforzada. Por esta razón, las filas que las constituían se despistaban fácilmente corriendo tras cualquier mariposilla; cuando la columna motorizada que llevaba el glorioso nombre de Bardolimo llegó al pie de la fortaleza enemiga que debía conquistar, el plan de ataque, elaborado aquella misma noche, resultó ser un magnífico retrato de las susodichas fortificaciones, pintado, por añadidura, conforme a los cánones de la escuela abstraccionista, opuesta totalmente a las tradiciones militares. Al nivel de cuerpos de artillería se manifestaba principalmente la más profunda problemática filosófica; al mismo tiempo esas grandes unidades, por distracción característica de los seres geniales, dejaban abandonados en cualquier sitio las armas y el equipo pesado, o bien olvidaban del todo que había guerra. En cuanto a ejércitos enteros, sus almas se debatían en los múltiples complejos que suelen agobiar las individualidades muy matizadas, por lo que fue preciso poner al servicio de ambos unas brigadas psicoanalíticas motorizadas que les prodigaban durante las marchas los cuidados oportunos.
Mientras tanto, los dos ejércitos, acompañados por el incesante estruendo de tambores y trompetas, se colocaban lentamente en las posiciones iniciales previstas. Seis batallones de asalto de infantería, unidos con una brigada de morteros y un batallón de reserva, compusieron, cuando les enchufaron un pelotón de ejecución, un «Soneto sobre el Misterio de la Existencia» haciéndolo, por más señas, durante una marcha nocturna hacia su punto de destino. En ambos bandos empezaba a reinar un cierto desorden: el cuerpo marlabardo n° ochenta exclamaba que era imprescindible dar una mayor precisión al concepto «enemigo», que le parecía lastrado, hasta entonces, de contradicciones lógicas e, incluso, carente de sentido.
Las unidades de paracaidistas intentaban algoritmizar las aldeas vecinas; las filas entrechocaban, así que ambos reyes empezaron a enviar a los ayudantes de campo y enlaces extraordinarios para que impusieran el orden en sus tropas.
Sin embargo, todos, apenas frenado el galope del caballo junto al batallón indicado, apenas pronunciada una pregunta por el origen de aquel caos, entregaban inmediatamente su espíritu al espíritu del ejército. Los reyes se quedaron, pues, sin ayudantes. Se demostraba que la conciencia era una trampa terrible en la cual se entraba fácilmente, pero que no dejaba salir a nadie.
Ante la vista del mismo rey Monstrogrito, su primo, el Gran Duque Derbulión, galopó hacia las líneas deseando dar ánimos a la tropa, pero en el instante de conectarse se fundió, se confundió y dejó de existir como tal.
Viendo que las cosas iban mal, aun sin saber por qué, hizo Monstropito una señal a los doce trompetas de su séquito. La hizo también Monstrogrito a los suyos, desde la colina donde se había instalado el alto mando. Los trompetas, se metieron las boquillas en los labios, sonaron los fanfares de ambos lados de la frontera, dando por empezada la batalla. A aquella señal prolongada, los dos ejércitos se ensamblaron definitivamente en su totalidad.
El viento llevó hacia el futuro campo de batalla el formidable estruendo emitido por los contactos al cerrarse y, en el lugar de millares de granaderos y cañoneros, apuntadores y cargadores, guardias reales y artilleros, zapadores, gendarmes y comandos, nacieron dos espíritus gigantescos que se miraron con miles de ojos a través de la gran llanura, bajo unas nubes blancas. Hubo un momento de profundo silencio: ambos bandos alcanzaron la famosa culminación de la conciencia, prevista por el gran Garganciano con una precisión matemática. Lo que ocurre es que, superado un cierto límite, el militarismo, fenómeno puramente local, se convierte en civilismo, por la sencilla razón de que el Cosmos en su esencia es absolutamente civil. Y, precisamente ¡el espíritu de ambos ejércitos había alcanzado ya las dimensiones cósmicas! Aunque por fuera brillara el acero, corazas, obuses y mortíferas lanzas, por dentro se levantaron olas de un doble océano de serenidad tolerante, amistad universal e inteligencia perfecta.
Formadas en las faldas de las colinas, relucientes bajo los rayos del sol, las dos tropas se sonrieron mutuamente con cariño. Trurl y Clapaucio estaban subiendo a bordo de su nave cuando ocurrió lo que pretendían: ante la vista de los dos reyes, ennegrecidos de vergüenza y rabia, los ejércitos enemigos carraspearon, se tomaron del brazo y juntos dieron un paseo cogiendo flores silvestres bajo el cielo azul, en el campo de una batalla que no llegó a librarse.


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