lunes, 2 de abril de 2012

Excalibur - Sandra Bayona.


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La Dama estaba de espaldas al Bosque. En el agua cristalina del Lago, el reflejo estrellas de otras tierras y de otro tiempo le dijeron que se acercaba el momento.

La persecución era un recuerdo cada vez más borroso en su memoria. Días y noches de cabalgata desenfrenada, perseguidos por esas hordas inmundas. Uno a uno, toda la compañía había desaparecido. Pero a igual costo del enemigo. Luego, sólo los Siete. Finalmente, sólo él.
Al anochecer del día anterior, ya dentro del Bosque, una decena de orcos lo había atacado por sorpresa. Ninguno sobrevivió, pero el más corpulento había logrado incrustarle su daga en el costado.
El que lo había herido había sido preciso con el golpe, pero no mortal... no aún. Doblado por el dolor, el rostro cubierto de sudor y barro, el guerrero elfo apoyó su espalda contra el tronco más cercano, deslizándose sobre las hojas caídas y acogedoras.
El Bosque estaba en calma. Debía ser la hora de la caída del sol; lo sentía, mas no lo veía: en esas islas lo habitual eran el cielo gris y plomizo, las nubes bajas, la niebla tímida y misteriosa.
Rogó al Vala estar cerca del Lago. Parecía haber perdido su sentido de la orientación. En la fronda umbría las sombras variaban, desorientándolo cada vez más. Tal vez algún poder maléfico moraba entre los árboles, susurrándole, deteniendo su misión, confundiéndolo, instándolo a dejarse llevar a Mándos, prometiéndole descanso... Por un momento, la voz susurrante y la voz de su preciada carga estuvieron en equilibrio. Pero se asió con fuerza al bulto alargado que llevaba, apartando de sí el deseo de quedarse allí, en el abrazo del árbol, hasta despertar en las Moradas Eternas.
Con dificultad se levantó, usando su propia espada como apoyo, y luego de mirar brevemente alrededor, cerró los ojos. Y Ella le dijo por dónde continuar.

Allí estaba, una solitaria figura a orillas del Lago.
—Señora, —susurró dejándose caer de rodillas— el tiempo apremia.
La Dama se volvió al oír el timbre élfico.
—Estás herido; déjame curarte.
El guerrero, levantando tan sólo el rostro, rechazó la mano de la Dama.
—El tiempo apremia —repitió. —Debemos completar la Misión.
La Dama asintió. Con gravedad ayudó al guerrero a ponerse de pie y juntos se acercaron al Lago.
—¿Podrás hacerlo, guerrero?
—Si mi voz falla, aún estará la tuya, para completar la Música. Si mis fuerzas caen, aún estará tu mano, para empuñar la Espada.
La Dama asintió nuevamente. El elfo entregó con reverencia su carga; con suavidad, la Dama abrió la rica tela que cubría la vaina recamada en gemas. En medio de las tinieblas que se elevaban del Lago, las runas de mithril destellaron.
—Comienza.
—Desde las poderosas fraguas de los Elfos provienes, oh Espada que liberas los pueblos. De la mente y la mano de tu Forjador recibiste poder y sabiduría. El corazón de los Guerreros Elfos late en tu hoja y te da tu destreza. Las Doncellas... de mi Pueblo te han dado su voz, para que cuando sal... —el guerrero calló por un instante. Luego, respirando con fuerza, continuó.—Las Doncellas de mi Pueblo te han dado su voz, para que cuando salgas de tu vaina cantes en belleza y justicia. Muchos fueron los valientes que te guardaron en tu largo camino. Siete almas puras fueron tu Custodia: Galensîr, el Valiente; Belegdhel el Fuerte; Nárdil, el Sabio y su hermano Isildil, el Silencioso; el Justo Galdur; Turuial el Alto y Lin-Amarth, el Último de todos y el Sobreviviente.
“El tiempo ha llegado. Hasta que la mano que debe empuñarte te necesite. Para que por tu fuerza se afiancen  la justicia y la paz, el orden y el honor, el amor y la piedad. Para que descanses en tu morada, yo, Lin-Amarth, te entrego —su voz era sólo un susurro al mirar a la Dama. —Casi está completo. Debes... debes continuar.
La Dama lo ayudó a recostarse. Los ojos del guerrero se cerraron, y una luz élfica lo envolvió. —Has completado tu misión con honor, Lin-Amarth. Tu nombre será olvidado, y las tinieblas del tiempo ahogarán tu memoria y la de tus amigos. Pero por tu dolor muchos tendrán alegría. Descansa en Mándos, Guerrero Elfo.
Irguiéndose, desenvainó la Espada y con los brazos extendidos culminó la Entrega:
—Yo, la Dama del Lago, te recibo, Espada, y te conservaré hasta que el Rey te necesite, y te recibiré cuando el Rey ya no sea tu Amo.
La Espada vibró y cantó en manos de la Dama, y las runas en su hoja y en su vaina brillaron con un fuego repentino.
Lentamente, la Dama caminó hacia el Lago, y desapareció en las aguas oscuras.

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