La persecución era un recuerdo cada vez más
borroso en su memoria. Días y noches de cabalgata desenfrenada, perseguidos por
esas hordas inmundas. Uno a uno, toda la compañía había desaparecido. Pero a
igual costo del enemigo. Luego, sólo los Siete. Finalmente, sólo él.
Al anochecer del día anterior, ya dentro del
Bosque, una decena de orcos lo había atacado por sorpresa. Ninguno sobrevivió,
pero el más corpulento había logrado incrustarle su daga en el costado.
El que lo había herido había sido preciso con el
golpe, pero no mortal... no aún. Doblado por el dolor, el rostro cubierto de
sudor y barro, el guerrero elfo apoyó su espalda contra el tronco más cercano,
deslizándose sobre las hojas caídas y acogedoras.
El Bosque estaba en calma. Debía ser la hora de la
caída del sol; lo sentía, mas no lo veía: en esas islas lo habitual eran el
cielo gris y plomizo, las nubes bajas, la niebla tímida y misteriosa.
Rogó al Vala estar cerca del Lago. Parecía haber
perdido su sentido de la orientación. En la fronda umbría las sombras variaban,
desorientándolo cada vez más. Tal vez algún poder maléfico moraba entre los
árboles, susurrándole, deteniendo su misión, confundiéndolo, instándolo a
dejarse llevar a Mándos, prometiéndole descanso... Por un momento, la voz
susurrante y la voz de su preciada carga estuvieron en equilibrio. Pero se asió
con fuerza al bulto alargado que llevaba, apartando de sí el deseo de quedarse
allí, en el abrazo del árbol, hasta despertar en las Moradas Eternas.
Con dificultad se levantó, usando su propia espada
como apoyo, y luego de mirar brevemente alrededor, cerró los ojos. Y Ella le
dijo por dónde continuar.
Allí estaba, una solitaria figura a orillas del
Lago.
—Señora, —susurró dejándose caer de rodillas— el
tiempo apremia.
—Estás herido; déjame curarte.
El guerrero, levantando tan sólo el rostro,
rechazó la mano de la Dama.
—El tiempo apremia —repitió. —Debemos completar la Misión.
—¿Podrás hacerlo, guerrero?
—Si mi voz falla, aún estará la tuya, para
completar la Música. Si
mis fuerzas caen, aún estará tu mano, para empuñar la Espada.
—Comienza.
—Desde las poderosas fraguas de los Elfos
provienes, oh Espada que liberas los pueblos. De la mente y la mano de tu
Forjador recibiste poder y sabiduría. El corazón de los Guerreros Elfos late en
tu hoja y te da tu destreza. Las Doncellas... de mi Pueblo te han dado su voz,
para que cuando sal... —el guerrero calló por un instante. Luego, respirando
con fuerza, continuó.—Las Doncellas de mi Pueblo te han dado su voz, para que
cuando salgas de tu vaina cantes en belleza y justicia. Muchos fueron los
valientes que te guardaron en tu largo camino. Siete almas puras fueron tu
Custodia: Galensîr, el Valiente; Belegdhel el Fuerte; Nárdil, el Sabio y su
hermano Isildil, el Silencioso; el Justo Galdur; Turuial el Alto y Lin-Amarth,
el Último de todos y el Sobreviviente.
“El tiempo ha llegado. Hasta que la mano que debe
empuñarte te necesite. Para que por tu fuerza se afiancen la justicia y la paz, el orden y el honor, el
amor y la piedad. Para que descanses en tu morada, yo, Lin-Amarth, te entrego
—su voz era sólo un susurro al mirar a la Dama. —Casi está completo. Debes... debes
continuar.
Irguiéndose, desenvainó la Espada y con los brazos
extendidos culminó la Entrega :
—Yo, la Dama
del Lago, te recibo, Espada, y te conservaré hasta que el Rey te necesite, y te
recibiré cuando el Rey ya no sea tu Amo.
Lentamente, la Dama caminó hacia el Lago, y desapareció en las
aguas oscuras.
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