viernes, 28 de diciembre de 2012

Mini bio y fotografía de Laura Ponce

FOTO Laura Ponce.JPG

Laura Ponce nació en Buenos Aires, Argentina, en 1972. Escribe desde la adolescencia, especialmente género fantástico y ciencia ficción.
Lo primero que publicó fue "Rompiendo el Silencio", un cuento corto aparecido en el 2005 en la antología Relatos Andantes de Editorial Dunken. A partir de entonces ha colaborado regularmente con revistas electrónicas y de papel y sus cuentos han aparecido en antologías argentinas y extranjeras.
Comenzó a trabajar para la revista digital Axxón y en el 2007 entró a formar parte del equipo de dirección editorial.
En diciembre de 2008, con el sello Ediciones Ayarmanot, lanzó la revista "SENSACION!", una revista trimestral en papel con una particular visión sobre los relatos de aventuras espaciales. Se trata de una publicación de corte pulp, homenaje a las revistas de la época de oro de la ciencia ficción, pero con relatos escritos por autores actuales. Enlace al editorial del nro.1
En marzo del 2009 Ediciones Ayarmanot dobló la apuesta lanzando la revista PROXIMA, también trimestral y también en papel, pero de corte mucho más moderno Enlace al editorial del nro.1

jueves, 20 de diciembre de 2012

EN EL BORDE DEL MUNDO - Laura Ponce

En el borde del Mundo, por Fraga.jpg


Parado aquí, sobre la muralla, contemplo el páramo. Un terreno áspero, pedregoso, con pastos duros, ocasionales matas de espinos y esas plantas enormes que crecen junto al río. No parecía mucho más cuando lo observamos desde la órbita y sin embargo nos alegró ver Beta Semaris Cuatro con nuestros propios ojos por primera vez. 

Las lecturas que obtuvimos entonces acerca de las condiciones ambientales confirmaron la información enviada por las primeras sondas, información que nos impulsó a venir hasta aquí desde el otro extremo del sector: la atmósfera era apropiada y las condiciones del planeta eran ideales para establecernos. 

Pero estas nuevas lecturas mostraron también algo más. 

En la región central del único continente, cerca de la costa de un río, había una estructura de aspecto no natural. Lucía como un conjunto de edificaciones. Verificamos una y otra vez: no se registraba movimiento alguno, había evidencia de vida vegetal pero no había señal alguna de vida animal. El mundo estaba desierto y la construcción vacía. 

Aparentemente, nuestros antecesores eran seres antropomórficos aunque de proporciones físicas algo mayores. La estructura central y los edificios más grandes daban la impresión de haber sido prefabricados —quizás eran los módulos de una nave destinados a proporcionar las instalaciones de base para la colonia—, en torno a ellos había construcciones más pequeñas alzadas con materiales locales y todo estaba rodeado por una especie de muro. Pronto hubo consenso entre los que nos adelantamos para explorarla: recordaba vagamente a una ciudadela medieval y comenzamos a llamarla Camelot. 

Parecía haber sido abandonada algún tiempo atrás y no había nada que sugiriera el destino de sus ocupantes, aunque al irse habían dejado muchas cosas olvidadas. Quizás tenían una nave de repuesto y se habían marchado en ella. O tal vez alguien había venido a recogerlos para llevarlos de regreso a casa. ¿Cómo saberlo? Lo cierto es que afortunadamente no debíamos compartir el mundo con ellos. Tomamos la ciudadela contentos de su existencia y de que estuviera vacía y no nos hicimos más preguntas sobre el destino de sus constructores. 

Nada indicaba peligro inmediato y parecía un desperdicio no ocuparla, no aprovechar sus recursos y las comodidades de sus instalaciones. Se dice que los viajeros espaciales somos supersticiosos y no es del todo falso, pero más que ninguna otra cosa somos gente práctica. Habíamos viajado en pos de este mundo durante años y estábamos deseosos de ponernos a trabajar en él de una buena vez. 

Al colocar la piedra fundacional en el edificio central de la ciudadela —el módulo de comando de nuestra nave una vez despiezada— pensamos que ése era nuestro castillo ahora, el primero de muchos castillos, que nos establecíamos en la primera de muchas ciudadelas. Nosotros, los humanos, haríamos de este suelo yermo un vergel, nosotros traeríamos vida a este mundo muerto, nosotros... éramos unos estúpidos. 

El miedo es una cosa terrible, se esparce entre la gente como un virus incapacitante potencialmente mortal. La gente se paraliza. 

¿Saben ustedes lo que es pararse aquí cada noche con el dedo agarrotado en el gatillo y observar la oscuridad conteniendo el aliento? ¿Saben lo que es pasar el día preparando las armas, afilando las bayonetas? ¿Estas armas toscas que hemos fabricado, flamantes e inútiles, sin uso e incapaces de detener las desapariciones? 

Hace un tiempo avistamos a alguien corriendo hacia unos pastizales. Se ocultó rápidamente y los reflectores no lograron darle alcance. A la mañana hicimos un recuento y descubrimos que faltaba una mujer. Se llamaba Takashi y su esposo había sido el primero en desaparecer. Atribuimos su abandono de la ciudadela a un intento estúpido pero comprensible de ir en su búsqueda. Pensamos que regresaría o que eventualmente descubriríamos sus restos por ahí. Pero no ocurrió. Encontramos sus cosas, sí, su ropa, sus zapatos, sus adornos, pero no a ella o sus restos. Era extraño. No había evidencia de vida animal en el planeta; las condiciones climáticas del páramo podían ser severas pero no descompondrían un cuerpo en tan poco tiempo, no sin dejar rastro. Buscándola a ella y a los que la siguieron descubrimos túneles. Parecían grandes madrigueras que se intercomunicaban. Quizás nuestra gente caía en ellas, se perdía y no podía regresar; pero parecía una explicación muy poco razonable y en todo caso no aclaraba por qué encontrábamos ocasionalmente sus cosas o qué los motivaba a alejarse de la ciudadela sin decírselo a nadie. 

No es necesario mencionar que la paranoia se extendió. Según a quién uno le preguntara, los responsables de lo que sucedía eran nativos invisibles que se defendían de nuestra "invasión", fantasmas de los constructores que volvían para recuperar su ciudadela, o una fracción de la colonia que estaba deshaciéndose de los demás. Se organizaron patrullas, se fabricaron armas, se establecieron puestos de vigilancia, pero las desapariciones siguieron en aumento. 

Fue en medio de esa locura que yo me acerqué a Venara. Obviamente la conocía —uno no viaja cinco años encerrado en una nave con otros ciento quince colonizadores sin llegar a conocerlos— pero en aquellos días aciagos fue como si la viera por primera vez. Era realmente hermosa. ¿Conocen esa anarquía de los sentidos, esa especie de narcosis que nubla la razón, incapacita las extremidades y descontrola la lengua? Yo caí de lleno en sus brazos. 

Venara no sólo era hermosa sino también brillante. Como exobióloga encontraba fascinantes las particulares condiciones del planeta, el desarrollo de las plantas como únicas formas de vida, evolucionando hasta constituir un complejo ecosistema. En sus labios el mínimo dato sonaba a deslumbrante revelación. Con la paranoia reinante la investigación de campo, la recolección de muestras, incluso la exploración, habían quedado relegadas; pero por supuesto Venera no se sentía incluida en las disposiciones generales. Anda.... Llévame a la frontera, dijo un día. Y yo, como un tonto, acepté. 

Fue la primera vez de muchas en que nos escabullimos fuera de la muralla. 

Le interesaban en particular esas plantas enormes que crecen en la costa del río. Sus raíces se proyectan bajo el agua y horadan profundamente el suelo, entrelazándose con las de otros ejemplares que crecen a gran distancia. En esa época se hallaban en plena floración y al parecer sus esporas provocaban cambios en el desarrollo de plantas de otras especies con las que estaban relacionadas de forma simbiótica. Aparentemente todos sus ciclos reproductivos estaban encadenados. Podría tratarse de algún tipo de polinización cruzada o incluso de una transmisión horizontal de genes realmente importante. Como fuera, saltaba a la vista que esas plantas enormes eran las reinas del lugar. 

Venara decía que eran vegetales extraordinariamente avanzados y complejos, que habían alcanzado un nivel evolutivo inimaginable para nuestro mundo natal. La ayudé a armar un dispositivo para sobrevolar el continente y hacer una especie de censo, tomamos muestras, pasamos días enteros arrastrándonos por los túneles. Mientras la colonia se desintegraba en medio del temor y las acusaciones, mientras iban desapareciendo uno a uno, yo sólo tenía ojos para ella. 

Con el avance de la investigación, una sensación de urgencia fue ganándonos poco a poco. Llegamos a dedicarle cada elemento a nuestro alcance, cada momento de la jornada, y todo parecía poco. Era como si por fin comprendiéramos lo precario de nuestra situación. Los estudios y experimentos insumían cada vez más recursos de la debilitada colonia; no gozábamos del favor de la mayoría, que veía nuestro trabajo con suspicacia, socarronería o indiferencia, y no me avergüenza admitir que cuando debí robar o mentir, lo hice. Hubiera hecho cualquier cosa por ella. 

A veces estaba tan agotado que apenas podía mantenerme despierto, pero una sonrisa suya o un roce de su mano era suficiente para que volviera al trabajo. 

Venara intuía algo, lo sé, estaba al borde de un gran descubrimiento; pero desapareció hace unos días. 

Aunque no tengo sus conocimientos, hice todo lo que pude para continuar con la investigación. Lo hice como un modo de honrar su memoria, pero también porque creí que ahí podía encontrarse la última esperanza, lo que desentrañaría el misterio y salvaría lo que queda de nuestra colonia. 

De manera inesperada, y por lo menos en parte, he tenido éxito. 

Las tormentas de polvo se han hecho más frecuentes y dejan un aroma dulce en el aire. Son las esporas. Pronto habrán afectado a todos. 

Me pregunto si los Altos habrán descubierto lo que pasaba antes de que su ciudadela se vaciara por completo. Es irónico, ¿no creen? Con tantos viajes, en tanto tiempo explorando el espacio, la humanidad nunca había encontrado otra forma de vida evolucionada y nosotros encontramos dos en el mismo mundo. Sin embargo es fácil entender por qué no pudimos identificar a la más importante de ellas: no te ataca, no se defiende, no intenta comunicarse, no es animal, ni vegetal ni mineral o acaso es todas esas cosas. Sólo está viva y éste es su mundo, todo lo que hay en él le pertenece... O pronto será así. 

Va cayendo la noche y observo el cielo. Un cielo nuevo que se abre como una ventana a lo desconocido. 

Beta Semaris Cuatro... Los nombres son cosas imprecisas, dudosas convenciones. Para quienes no tienen un idioma hablado ni gestual ni escrito, para quienes pueden comunicar directamente ideas o impresiones complejas, los nombres no tienen sentido. Ahora al pensar en el nombre de este mundo, siento que esa designación —Beta Semaris Cuatro— es opacada rápidamente por una idea, la idea de Hogar, pero también la de Ser, y también las de Cambiar y Permanecer. 

La parte de mí que todavía es humano tiene miedo, pero la parte de mí que es otra cosa siente una mansa ansiedad; puede esperar, tiene todo el tiempo del mundo para que el cambio se complete. Esto es más vasto que cualquier otra cosa que haya conocido, más acogedor y más propio que cualquier otro sitio en el que haya estado. 

Cierro los ojos y casi puedo sentir cómo van apareciendo las estrellas; y con cada una que sale, la naturaleza de lo que somos se manifiesta con mayor claridad y fuerza. El viento se alza de modo invitante sobre el vibrante escenario de la llanura y ahí, entre todas esas voces que trae, está la voz de Venara llamándome. 


* Este cuento forma parte de “Relatos de la Confederación” 

* Fue publicado por primera vez en noviembre del 2005, en la revista Axxón Nro. 156 


* Una versión especial apareció en septiembre del 2008 en la revista NGC 3660 



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martes, 18 de diciembre de 2012

Navidad - Ray Bradbury


El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el regalo porque pasaba unos pocos kilos del peso máximo permitido y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando éstos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.

-¿Qué haremos?

-Nada, ¿qué podemos hacer?

-¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!

La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.

-Ya se me ocurrirá algo -dijo el padre.

-¿Qué...? -preguntó el niño.

El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer "día". Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:

-Quiero mirar por el ojo de buey.

-Todavía no -dijo el padre-. Más tarde.

-Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.

-Espera un poco -dijo el padre.

El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.

-Hijo mío -dijo-, dentro de medía hora será Navidad.

La madre lo miró consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.

-Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron.

-Sí, sí. todo eso y mucho más -dijo el padre.

-Pero... -empezó a decir la madre.

-Sí -dijo el padre-. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.

Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.

-Ya es casi la hora.

-¿Puedo tener un reloj? -preguntó el niño.

Le dieron el reloj, y el niño lo sostuvo entre los dedos: un resto del tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el momento insensible.

-¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?

-Ven, vamos a verlo -dijo el padre, y tomó al niño de la mano.

Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.

-No entiendo.

-Ya lo entenderás -dijo el padre-. Hemos llegado.

Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.

-Entra, hijo.

-Está oscuro.

-No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.

Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar.

-Feliz Navidad, hijo -dijo el padre.

Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.

sábado, 15 de diciembre de 2012

Bukowski - Mini bio y foto


Charles Bukowski, bautizado como Heinrich Karl Bukowski (Andernach; 16 de agostode 1920 - Los Ángeles; 9 de marzo de 1994), fue un escritor y poeta estadounidense nacido en Alemania.
A menudo fue erróneamente asociado con los escritores de la Generación Beat, debido a sus similitudes de estilo y actitud. La escritura de Bukowski está fuertemente influida por la atmósfera de la ciudad donde pasó la mayor parte de su vida, Los Ángeles
Fue un autor prolífico, escribió más de cincuenta libros, incontables relatos cortos y multitud de poemas. A menudo es mencionado como influencia de autores contemporáneos y su estilo es frecuentemente imitado. Murió de leucemia en 1994, a la edad de 73 años. Hoy en día es considerado uno de los escritores estadounidense más influyentes y símbolo del "realismo sucio" y la literatura independiente.
En 1969, después de que el editor John Martin de Black Sparrow Press le prometiera una remuneración de cien dólares mensuales de por vida, Bukowski dejó de trabajar en la oficina de correos, para dedicarse a escribir todo el tiempo. Tenía entonces 49 años. Como él mismo explicó en una carta en ese entonces, “tengo dos opciones, permanecer en la oficina de correos y volverme loco… o quedarme fuera y jugar a ser escritor y morirme de hambre. He decidido morir de hambre”.6 Pasó menos de un mes tras dejar el trabajo en la oficina de Correos, cuando acabó su primera novela, Post Office (tituladaCartero en castellano).

Debido a la confianza que John Martin depositó en él cuando era un escritor relativamente desconocido y a la ayuda financiera, Bukowski publicó casi todo su trabajo literario con Black Sparrow Press.

Fuente: Wilkipedia.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Nosotros los dinosaurios - Charles Bukowski



nacidos así
para esto
sonríen las caras dibujadas con tiza
se ríe la Sra. Muerte
los ascensores se averian
los escenarios políticos se disuelven
el mozo del supermercado recibe un título universitario
los peces oleosos escupen sus oleosas presas
el sol se esconde tras una máscara

nacemos
así
para esto
para estas guerras cuidadosamente insensatas
para contemplar las ventanas rotas de la fábrica de la vaciedad
para los bares donde la gente ya no se habla
para las peleas a puñetazos que acaban en tiroteos y cuchilladas
nacidos para esto
para hospitales tan caros que resulta más barato morirse
para abogados que cobran tanto que resulta más barato declararse culpable
para un país donde las cárceles están llenas y los manicomios cerrados
para un lugar donde las masas elevan a los imbéciles a la categoría de héroes y millonarios

nacidos para esto
andando y viviendo en esto
muriendo por esto
enmudecidos por esto
castrados
viciosos
desheredados
por esto
engañados por esto
usados por esto
meados por esto
enloquecidos y enfermados por esto
convertidos en violentos
en inhumanos
por esto

el corazón se ennegrece
los dedos se dirigen al cuello
al arma
al cuchillo
a la bomba
los dedos imploran a un dios que no responde

los dedos se dirigen a la botella
a la pastilla
al polvo

nacemos a esta lastimosa devastación
nacemos bajo un gobierno que lleva endeudado 60 años
y que pronto no podrá ni siquiera pagar el interés de esa deuda
y los bancos arderán
el dinero no servirá para nada
se producirán asesinatos por la calle, a la vista de todos, que
quedarán impunes
habrá armas y revueltas por todas partes
la tierra no servirá para nada
disminuirá la producción de alimentos
el control del poder nuclear estará en muchas manos
las explosiones sacudirán sin cesar la Tierra
hombres robot afectados por las radiaciones se acecharán unos a otros
los ricos y los elegidos lo observarán todo desde plataformas espaciales
el Infierno de Dante parecerá un juego de niños comparado con esto
no se verá el sol y siempre será de noche
los árboles se morirán
desaparecerá la vegetación
hombres afectados por las radiaciones devorarán la carne de otros
hombres afectados por las radiaciones
el mar estará contaminado
los lagos y ríos se volatilizarán
la lluvia será el nuevo oro

un viento oscuro esparcirá el hedor de los cuerpos putrefactos de hombres y animales

nuevas y horribles enfermedades asediarán a los últimos y escasos
supervivientes
y las plataformas espaciales desaparecerán por consunción
por el agotamiento de las provisiones
por efecto de la decadencia general

y entonces reinará el silencio más hermoso que
se haya oído nunca.
con el sol todavía oculto
a la espera del siguiente capítulo.

jueves, 25 de octubre de 2012

Viceversa - Mario Benedetti



Tengo miedo de verte
necesidad de verte
esperanza de verte
desazones de verte

tengo ganas de hallarte
preocupación de hallarte
certidumbre de hallarte
pobres dudas de hallarte

tengo urgencia de oírte
alegría de oírte
buena suerte de oírte
y temores de oírte

o sea
resumiendo
estoy jodido
y radiante
quizá más lo primero
que lo segundo
y también
viceversa

domingo, 21 de octubre de 2012

Dos relatos breves de "Los signos" de Pablo De Santis.

Ruidos nocturnos.



Tengo el sueño intranquilo. Apenas oigo un ruido me levanto en medio de la noche y recorro la casa para ver si todo está en orden. Tomo un vaso de agua, la cañería resuena como el vientre de un monstruo. Mis pasos despiertan a mi vecino, que se inquieta y se levanta, despertando a otro, que a su vez despierta el sueño de alguien más, provocándole una pesadilla de la que despierta con un grito. En casas alejadas oyen ese grito, y los nuevos movimientos despiertan a otros vecinos de más lejos aún.
Finamente, después de recorrer la casa me vuelvo a dormir. Pero la ola de alarma y de miedo ya alcanza los rincones últimos de la ciudad.

El tapiz.


Entré en la tienda del anticuario Espinosa para mirar el tapiz del que tanto me habían hablado. Estaba colgado en una pared, entre una armadura japonesa y  una muñeca de porcelana.
La escena parecía vista a través de la lluvia o de la niebla.
Contra un cielo gris, una mujer de cabellos dorados sostenía una rama de olivo. Hubiera dado cualquier cosa por conocer a la mujer que había inspirado aquel tapiz.
-Es hermoso -dije. Lamenté de inmediato haberlo alabado, lo que aumentaría el precio-.  ¿Cuánto cuesta?
-No está en venta -respondió Espinosa-. Pero ... cómo sabe si es hermoso si lo está mirando al revés? Lo dejo así para que no se llene de polvo.
Espinosa dio vuelta la tela. Del otro lado de la trama la mujer era un cadáver de ojos hundidos y piel amarillenta.
Sostenía una vara retorcida llena de espinas que goteaban sangre y su cabello era un manojo de serpientes.


sábado, 15 de septiembre de 2012

El amigo del agua - Adolfo Bioy Casares


El señor Algaroti vivía solo. Pasaba sus días entre pianos en venta, que por lo visto nadie compraba, en un local de la calle Bartolomé Mitre. A la una de la tarde y a las nueve de la noche, en una cocinita empotrada en la pared, preparaba el almuerzo y la cena que a su debido tiempo comía con desgano. A las once de la noche, en un cuarto sin ventanas, en el fondo del local, se acostaba en un catre en el que dormía, o no, hasta las siete. A esa hora desayunaba con mate amargo y poco después limpiaba el local, se bañaba, se rasuraba, levantaba la cortina metálica de la vidriera y sentado en un sillón, cuyo filoso respaldo dolorosamente se hendía en su columna vertebral, pasaba otro día a la espera de improbables clientes.
Acaso hubiera una ventaja en esa vida desocupada; acaso le diera tiempo al señor Algaroti para fijar la atención en cosas que para otros pasan inadvertidas. Por ejemplo, en los murmullos del agua que cae de la canilla al lavatorio. La idea de que el agua estuviera formulando palabras le parecía, desde luego, absurda. No por ello dejó de prestar atención y descubrió entonces que el agua le decía: “Gracias por escucharme”. Sin poder creer lo que estaba oyendo, aún oyó estas palabras: “Quiero decirle algo que le será útil”. A cada rato, apoyado en el lavatorio, abría la canilla. Aconsejado por el agua llevó, como por un sueño, una vida triunfal. Se cumplían sus deseos más descabellados, ganó dinero en cantidades enormes, fue un hombre mimado por la suerte. Una noche, en una fiesta, una muchacha locamente enamorada lo abrazó y cubrió de besos. El agua le previno: “Soy celosa. Tendrás que elegir entre esa mujer y yo”. Se casó con la muchacha. El agua no volvió a hablarle.
Por una serie de equivocadas decisiones, perdió todo lo que había ganado, se hundió en la miseria, la mujer lo abandonó. Aunque por aquel tiempo ya se había cansado de ella, el señor Algaroti estuvo muy abatido. Se acordó entonces de su amiga y protectora, el agua, y repetidas veces la escuchó en vano mientras caía de la canilla al lavatorio. Por fin llegó un día en que, esperanzado, creyó que el agua le hablaba. No se equivocó. Pudo oír que el agua le decía: “No te perdono lo que pasó con aquella mujer. Yo te previne que soy celosa. Esta es la última vez que te hablo”.
Como estaba arruinado, quiso vender el local de la calle Bartolomé Mitre. No lo consiguió. Retomó, pues, la vida de antes. Pasó los días esperando clientes que no llegaban, sentado entre pianos, en el sillón cuyo filoso respaldo se hendía en su columna vertebral. No niego que de vez en cuando se levantara para ir hasta el lavatorio y escuchar, inútilmente, el agua que soltaba la canilla abierta.

viernes, 24 de agosto de 2012

Bio y foto de Úrsula K. Le Guin


Ursula Kroeber Le Guin nació en California en 1929. Su padre fue el antropólogo Alfred Kroeber, y su madre escritora de literatura infantil, por lo que Ursula vivió desde niña inmersa en mitos y leyendas. Después de realizar un curso de posgrado en la Universidad de Columbia (1952), obtuvo una beca Fulbright para estudiar en Francia. Allí conoció a su marido, Charles Le Guin. La pareja se estableció en Macon (Georgia), donde Ursula dio clases de francés en la Universidad Mercer. Es conocida principalmente por sus trabajos en el área de la ciencia-ficción, donde se inició en 1966 con la publicación de una sagaz ópera espacial, El mundo de Rocannon, sus novelas La mano izquierda de la obscuridad (1969) y The Dispossessed (1974) han sido ganadoras tres veces de los premios Nebula y dos veces de los Hugo, máximas distinciones en el género. Entre otros libros ha escrito además: Planeta de exilio (1966), La ciudad de las ilusiones (1967), La mano izquierda de la oscuridad (1969), La palabra para mundo es bosque (1972) y Los desposeídos (1974). Le Guin recibió asimismo el Premio Nacional de Literatura Infantil con La orilla más lejana (1972), el tercer libro de la trilogía Terramar. Entre sus últimas obras destacan Siempre vuelve a casa (1985), El ojo de la garza (1991) y Sopa de pescado (1992).

Su primera publicación de un cuento de fantasía fue en la revista Amazing en 1962, pero su debut como novelista no llegaría hasta cuatro años más tarde, con la novela `El mundo de Rocannon` (1966). La historia de Rocannon cuenta el viaje de un científico a un mundo poblado por tres especies inteligentes diferentes en un ambiente más propio de la fantasía que de la ciencia ficción. En realidad, esta historia se enmarcaba ya en las bases de lo que sería su propio universo de creación: el universo Hainish, en el que conviven diferentes razas humanoides descendientes de una única civilización ancestral proveniente del planeta Hain y cuya diversidad psicológica y sociológica permiten explorar una gran diversidad de facetas y valores de nuestra propia cultura.
La serie, que nos traslada a 2500 años en el futuro, continuó durante el final de los años 60 con otras novelas como `Planeta de exilio` en 1966, `La ciudad de las ilusiones` un año después, y una de sus obras maestras, `La mano izquierda de la oscuridad` en 1969, novela premiada tanto con un Hugo como con un Nébula y que la catapultó a la fama.

«Los que abandonan Omelas» - Úrsula K. Le Guin


Con un repicar de campanas que echaba a volar las golondrinas, el Festival de Verano llegaba a la ciudad de Omelas, torres brillantes junto al mar. En la bahía, chispeaban banderas en las jarcias de los barcos. En las calles, entre casas de tejado rojo y paredes pintadas, entre jardines musgosos y bajo avenidas de árboles, frente a grandes parques y edificios públicos, avanzaban las procesiones. Algunas eran sobrias: ancianos con largas y rígidas túnicas color malva y gris, graves maestres de cada oficio, mujeres apacibles y alegres que llevaban sus niños y caminaban parloteando. En otras calles la música era más rítmica, un trepidar de gongs y panderos, y la gente iba danzando, la procesión era una danza. Los niños correteaban de aquí para allá, y sus chillidos estridentes se elevaban sobre la música y el canto como el vuelo raudo de las golondrinas. Todas las procesiones se dirigían al lado norte de la ciudad, donde en el gran prado llamado Campos Verdes muchachos y muchachas, desnudos en el aire brillante, los pies y los tobillos enlodados, los brazos largos y ágiles, ejercitaban los caballos resoplantes antes de la carrera. Los caballos no usaban ningún arreo, salvo una brida sin bocado. Tenían las crines orladas con banderines plateados, dorados y verdes hacían aletear los ollares y coceaban y alardeaban entre sí; estaban muy excitados, pues el caballo es el único animal que ha adoptado como propias nuestras ceremonias.
Allá lejos, al norte y al oeste, las montañas se erguían casi arrinconando a Omelas contra la bahía. El aire de la mañana era tan límpido que la nieve que todavía coronaba los Dieciocho Picos aún ardía con un fuego oro blanco a través de millas de aire luminoso, bajo el azul oscuro del cielo. Soplaba apenas viento suficiente para que los estandartes que marcaban la pista de carreras chasquearan y flamearan de vez en cuando.
En el silencio de los anchos prados verdes se oía la música serpeando por las calles de la ciudad, más lejos y más cerca y siempre aproximándose, una gozosa y tenue dulzura del aire que de vez en cuando tiritaba y se arracimaba y estallaba en el clamoreo inmenso y alegre de las campanas.
¡Alegre! ¿Cómo se puede nombrar la alegría? ¿Cómo describir a los ciudadanos de Omelas?
Ante todo; no eran gente simple, aunque eran felices. Pero hoy día las palabras de júbilo han caído en desuso. Todas las sonrisas se han vuelto arcaicas. Ante una descripción como ésta uno tiende a hacer ciertas presunciones. Ante una descripción como ésta uno también tiende a buscar al rey, montado en un espléndido corcel y rodeado por sus nobles caballeros;. o quizá tendido en una litera dorada llevada por esclavos musculosos. Pero no había rey. No usaban espadas, ni tenían esclavos. No eran bárbaros. No conozco las normas ni las leyes de esa sociedad, pero sospecho que eran singularmente escasas. Así como se arreglaban sin monarquía ni esclavitud, también podían prescindir de la bolsa de valores, la publicidad, la policía secreta, y la bomba. Sin embargo debo repetir que no eran gente simple, ni bucólicos pastores, ni buenos salvajes, ni utopianos blandos. No eran menos complejos que nosotros. El problema es que tenemos la mala costumbre, alentada por los pedantes y los sofisticados, de considerar la felicidad como algo bastante estúpido. Sólo el dolor es intelectual, sólo el mal es interesante. Esa es la traición del artista: una negativa a admitir la trivialidad del mal y el tedio espantoso del dolor. Si no puedes vencerlos, únete a ellos. Si duele, repítelo. Pero elogiar la desesperación es condenar el deleite, adherir a la violencia es perder de vista todo lo demás. Casi lo hemos perdido; ya no sabemos describir a un hombre feliz, ni celebramos la alegría. ¿Cómo puedo contaros sobre la gente de Omelas? No eran niños ingenuos y felices, aunque es cierto que sus niños eran felices, eran adultos maduros, inteligentes, apasionados, cuyas vidas no eran sórdidas. ¡Oh milagro! Pero ojalá pudiera describirlo mejor. Ojalá pudiera convenceros. Omelas suena en mis palabras como una ciudad de cuentos de hadas, hace tiempo y allá lejos, érase una vez. Tal vez sería mejor si la imaginarais según vuestra propia fantasía, esperando que la ciudad esté a la altura de la ocasión, pues por cierto no puedo conformaros a todos.
Por ejemplo. ¿qué diremos de la tecnología? Pienso que no habría coches ni helicópteros en y sobre las calles; es natural, considerando que los habitantes de Omelas son gente feliz. La felicidad se basa en una discriminación justa entre lo que es necesario, lo que no es ni necesario ni destructivo, y lo que es destructivo. En la categoría intermedia, sin embargo -lo innecesario pero no destructivo, el confort, el lujo, la exuberancia, etcétera-, bien podían tener calefacción central, trenes subterráneos, máquinas de lavar, y toda suerte de artefactos maravillosos aún no inventados aquí, fuentes lumínicas flotantes, energía sin combustible, una cura para el vulgar resfrío. O podrían no tener nada de eso: lo mismo da. Como gustéis. Yo me inclino a pensar que los habitantes de los pueblos costeros de la zona han estado llegando a Omelas durante los últimos días antes del Festival en trencitos muy rápidos y tranvías de dos pisos, y que la estación ferroviaria de Omelas es en verdad el edificio más elegante de la ciudad, aunque más sencillo que el suntuoso Mercado de los Granjeros. Pero aunque haya trenes, temo que hasta ahora Omelas os parece demasiado idílica. Sonrisas, campanas, desfiles, caballos, bah. En tal caso, añádase una orgía. Si una orgía ayuda, no hay por qué titubear. No agreguemos, sin embargo, templos de donde bellos sacerdotes y sacerdotisas desnudas salen casi en éxtasis y prontos para copular con cualquier hombre o mujer, amante o desconocido, que desee unirse con la profunda naturaleza divina de la sangre, aunque ésa fue mi primera idea. Pero en verdad sería mejor no tener templos en Omelas: al menos, no templos con sacerdotes. Religión sí, clero no. Por cierto, las beldades desnudas pueden vagabundear sin más, ofreciéndose cómo manjares divinos para el hambre de los necesitados y la fascinación de la carne. Que se unan a las procesiones. Que los panderos resuenen por encima de las copulaciones, y la gloria del deseo sea proclamada en los gongs, y (un detalle nada baladí) que los retoños de estos deliciosos rituales sean amados y cuidados por todos. Sé que algo no existe en Omelas, y es la culpa. ¿Pero qué más debería haber?
Al principio pensé que no había drogas, pero eso es puritanismo. Para quienes gustan de ello, la dulzura tenue y punzante del druz puede perfumar los caminos de la Ciudad, el druz que primero propicia una gran lucidez mental y agilidad corporal, y al cabo de unas horas una somnolienta languidez, y al fin maravillosas visiones de los mismos arcanos y secretos íntimos del Universo, además de estimular el placer sexual más allá de todo lo imaginable; y no crea hábito. Para los gustos más modestos creo que debería haber cerveza. ¿Qué más, qué más habrá en la ciudad de la alegría? La sensación de triunfo, desde luego, la celebración del coraje. Pero así como prescindimos del clero, prescindamos de los soldados. La alegría construida sobre una matanza victoriosa no es una alegría limpia; no conduce a nada, es temible y es frívola. Una sensación ilimitada y generosa, un triunfo magnánimo que no nace de la hostilidad contra un enemigo externo sino de la comunión entre las almas más refinadas y bellas de los hombres de todas partes y el esplendor del verano del mundo: esto es lo que inflama los corazones de la gente de Omelas, y la victoria que celebran es la victoria de la vida. En realidad no creo que muchos necesiten tomar druz.
La mayoría de las procesiones ha llegado ahora a los Campos Verdes. Un maravilloso olor a comida brota de los puestos rojos y azules de los proveedores. Los niños tienen pegotes deliciosos en la cara, de la benigna barba gris de un hombre cuelgan dos migajas de un rico pastel. Los jóvenes y las muchachas han montado a caballo y se están agrupando alrededor de la línea de largada de la pista. Una vieja, baja, gorda, risueña, está repartiendo flores de un canasto, y hombres jóvenes y altos usan las flores en la melena brillante. Un niño de nueve o diez años está sentado en el linde de la muchedumbre, solo, tocando una flauta de madera. La gente se detiene a escuchar, y sonríe, pero nadie le habla porque el niño nunca deja de tocar y nunca ve a nadie, los ojos oscuros profundamente sumidos en la magia dulce e inaprensible de la melodía. Concluye, y baja lentamente las manos que empuñan la flauta de madera. Como si ese pequeño silencio privado fuera la señal, la trompeta trina de repente en el pabellón de la línea de largada: imperiosa, melancólica, penetrante. Los caballos corcovean, y algunos responden con un relincho. Serenos, los jóvenes jinetes acarician el pescuezo de los caballos y los tranquilizan, susurrando: “Calma, calma, mi belleza, mi esperanza…” Empiezan a formar una fila en la línea de largada. Junto a la pista, las multitudes son como un campo de hierba y flores al viento. El Festival del Verano ha comenzado.
¿Lo creéis? ¿Aceptáis el festival, la ciudad, la alegría? ¿No? Pues entonces describiré algo más.
En los cimientos de uno de los hermosos edificios públicos de Omelas, o quizá en el sótano de una de las amplias moradas, hay un cuarto. Tiene una puerta cerrada con llave, y ninguna ventana.
Un tajo de luz polvorienta se filtra entre las hendijas de la madera, después de atravesar una ventana cubierta de telarañas en alguna parte del sótano. En un rincón del cuarto hay un par de estropajos, duros, sucios, hediondos, junto a un balde oxidado. El suelo es mugre, un poco húmeda al tacto, como suele ser la mugre de los sótanos. El cuarto tiene tres metros de largo por dos de ancho: una mera alacena o galpón en desuso. En el cuarto está sentado un niño. También podría ser una niña. Aparenta seis años, pero tiene casi diez. Es débil mental. Tal vez lo es de nacimiento, o quizá lo imbecilizaron el miedo, la desnutrición y el descuido. Se escarba la nariz y de vez en cuando se palpa los pies o los genitales, mientras está acurrucado en el rincón más alejado del balde y los estropajos. Tiene miedo de los estropajos. Le parecen horribles. Cierra los ojos, pero sabe que los estropajos están todavía allí; y la puerta tiene llave; y no vendrá nadie. La puerta siempre tiene llave; y nunca viene nadie, excepto que a veces el niño no comprende el tiempo ni los intervalos de tiempo, a veces, la puerta cruje horriblemente y se abre, y entra una persona, o varias personas. Una de ellas quizá se acerque y patee al niño para obligarlo a levantarse. Las otras nunca se acercan, sino que lo observan con ojos aprensivos y asqueados. Le llenan apresuradamente el cuenco de comida y la jarra de agua, cierran la puerta, los ojos desaparecen. La gente de la puerta nunca dice nada, pero el niño, que no siempre ha vivido en ese cuartucho, y puede recordar la luz del sol y la voz de la madre, a veces habla. “Me portaré bien”, dice. “por favor, quiero salir. ¡Me portaré bien!” Nunca le responden. Antes el niño pedía ayuda a gritos durante la noche, y lloraba mucho, pero ahora sólo emite una especie de quejido, “ueh-haa, eh-haa”, y cada vez habla menos. Es tan raquítico que no tiene pantorrillas; le sobresale el vientre; se alimenta de medio cuenco de cereal y grasa por día. Está desnudo. Las nalgas y los muslos son una masa de úlceras infectas, pues está continuamente sentado sobre sus propios excrementos.
Todos saben que está ahí, todos los habitantes de Omelas. Algunos han venido a verlo, otros se contentan meramente con saber que está ahí. Todos saben que debe estar ahí. Algunos entienden por qué, y algunos no lo entienden, pero todos entienden que su felicidad, la belleza de su ciudad, la ternura de sus amistades, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus eruditos, la habilidad de sus artesanos, incluso la abundancia de sus cosechas y el aire templado de sus cielos, dependen absolutamente de la abominable desdicha de este niño.
Normalmente explican esto a los hijos cuando ellos tienen entre ocho y doce años, cuando parecen capaces de comprenderlo; y la mayoría de los que vienen a ver al niño son personas jóvenes, aunque muchas veces hay adultos que vienen, o vuelven, a ver al niño. Por precisas que sean las explicaciones que han recibido, estos jóvenes espectadores siempre se escandalizan y asquean ante el espectáculo. Sienten náuseas, aunque se creían por encima de esa sensación. Sienten furor, ultraje, impotencia, pese a todas las explicaciones. Les gustaría hacer algo por el niño. Pero no pueden hacer nada. Sería bueno poder llevar al niño a la luz del sol, sacarlo de ese lugar aberrante: limpiarlo y alimentarlo y confortarlo; pero si se hiciera, la prosperidad y la belleza y el deleite de Omelas se marchitarían y secarían ese mismo día, esa misma hora. Esas son las condiciones. Cambiar toda la bondad y gracilidad de cada vida de Omelas por esa sola y pequeña buena acción, perder la felicidad de miles por la posible felicidad de uno: por cierto eso sería abrir las puertas a la culpa.
Las condiciones son estrictas y absolutas; al niño no se le puede dirigir ni siquiera una palabra de cariño.
A menudo los jóvenes vuelven a casa llorando, o tan furiosos que no pueden llorar, cuando han visto al niño y han enfrentado esta paradoja atroz. Quizá cavilen semanas o años. Pero con el tiempo empiezan a comprender que aunque soltaran al niño la libertad no le brindaría muchas cosas: el placer vago y pequeño de la tibieza y la comida, sin duda, pero no mucho más. Está demasiado degradado e imbecilizado para gozar realmente de la alegría. Ha temido demasiado tiempo para estar libre del miedo. En verdad, después de tanto tiempo es probable que fuera infeliz sin paredes que lo protejan, sin oscuridad para los ojos, sin excrementos donde sentarse. Las lágrimas vertidas por esa atroz injusticia se secan cuando empiezan a entender la terrible justicia de la realidad, y a aceptarla. Sin embargo esas lágrimas y esa furia, la generosidad puesta a prueba y la aceptación de la impotencia, son tal vez la verdadera fuente del esplendor de sus vidas. No gozan de una felicidad vaporosa, irresponsable: Saben que ellos, como el niño, no son libres. Conocen la compasión. La existencia del niño, y el hecho de que ellos conozcan su existencia, posibilita la nobleza de su arquitectura, la hondura de su música, la profundidad de su ciencia. Es por causa del niño que tratan tan bien a los niños. Saben que si ese desdichado no estuviera acurrucado en la oscuridad, el otro, el flautista, no podría ejecutar una música alegre mientras los jóvenes y bellos jinetes se alinean para la carrera al sol de la primera mañana de verano.
¿Ahora creéis en ellos? ¿No son más convincentes? Pero hay algo más para contar, y esto es absolutamente increíble.
En ocasiones, uno de los adolescentes que vino a ver al niño no vuelve al hogar dominado por la furia o el llanto, no vuelve simplemente al hogar. De vez en cuando un hombre o una mujer de más edad guardan silencio un par de días, y luego se van. Esta gente sale a la calle, y echa a andar hasta salir de la ciudad de Omelas por las hermosas puertas. Siguen caminando a través de las tierras de labranza de Omelas. Cada cual va solo, muchacho o muchacha, hombre o mujer. Cae la noche; el viajero debe atravesar callejas de aldeas, entre casas con ventanas iluminadas de amarillo. Y luego salir a la oscuridad de los campos. Siempre solos, van al oeste o al norte, hacia las montañas. Siguen adelante. Abandonan Omelas, siguen caminando en la oscuridad, y no regresan. El lugar al cual se dirigen es un lugar aún menos imaginable para la mayoría de nosotros que la ciudad de la dicha. Ni siquiera puedo describirlos. Es posible que no exista. Pero ellos parecen saber adónde van, los que abandonan Omelas.

domingo, 5 de agosto de 2012

Rodolfo Zamora Damonte - Mini biografía


Rodolfo Zamora Damonte tiene 31 años, y es de San Juan, República Argentina.
Licenciado en Psicología, escritor y músico, escribe desde los 15 años. En general, relatos breves como los que presentamos aquí.

Pero también tiene escritas dos novelas, y una obra de teatro.
A fin de año se editará su primer libro, llamado “Textos desde el sótano” compuesto por textos y relatos breves.

Si como artículo - Rodolfo Zamora

Si somos tristes tuercas de la realidad y no llegamos a bulones quedamos detenidos en un tiempo sin tiempo, si el tiempo no nos jode solemos darle el encanto necesario para que nos moleste y hasta nos degrade, si la degradación de la vida nos estremece hasta morir nos acostumbramos a “una vida reposada” rumbo a “una vejez sin temores”, si la vejez nos sorprende en paralelo a la felicidad ya es muy tarde para arrepentirse y nos sumimos en una inercia irreparable, si la falta de capacidad de reparación nos desvencija el sillón meado por pañales que no absorben observamos por el espejo de la cómoda el traje de madera que nos abrigará junto a los gusanos y si no fuimos mas que gusanos carroñeros en nuestra existencia es que desde el comienzo supimos el final.

Karma - Rodolfo Zamora


Que tristeza enorme fue ver al pobre Pedro en el exacto momento que su amada lo dejaba, “le cortaba el rostro”, “le echaba un pollo”, se iba de su vida…Fue apoteótico ya que de fondo sonaba “Kissing a Fool” de George Michael y técnicamente él no había echo absolutamente nada malo (tampoco bueno convengamos) para que se llevara a cabo ese abrupto final. Solo sé que el cumpa no supo solventar la relacion, consideró que “ella era mucho para él “durante los veranos y “él mucho para ella” durante el resto del año (sobre todo en invierno). Para colmo se dejó llevar por comentarios propios y ajenos, hechos y derechos, majestuosos y mediocres, útiles e inútiles…Recuerdo que por las mañanas ella era lo primero en que pensaba él y supuestamente ella empezaba a pensar en él aproximadamente a partir de las 18hs (a veces 19:30hs), se daba como…que se yo…una asimetría ¿vio?, no había mucha…digamos…mmhhh, ¿simultaneidad afectiva?, llamémosle así, lo que pasa es que me es complicadísimo describir todos los tejes y manejes de esa relacion, de ese vinculo, de eso que se terminó, es como un karma que me persigue el no poder conceptualizar, definir que paso entre ella y él…debe ser el puto karma de ser Pedro…

miércoles, 1 de agosto de 2012

El miedo - Anton Chejov.

 
Dmítrii Petróvich Sílin terminó el curso en la universidad y servía en Petersburgo, pero a los 30 años abandonó el servicio y se dedicó a la industria agrícola. La industria le iba no mal, pero a mí de todos modos me parecía que él no estaba en su lugar, y que haría bien si se fuera a Petersburgo de nuevo. Cuando bronceado, grisáceo de polvo, torturado por el trabajo me recibía junto a los portones o en el portal, y después de la cena luchaba con la soñolencia, y su mujer lo llevaba a dormir como un niño, o cuando venciendo la soñolencia empezaba con su voz suave, espiritual, como suplicante a exponer sus buenas ideas, pues yo veía en él no un dueño y no un agrónomo, sino sólo un hombre torturado, y me quedaba claro que no necesitaba ninguna industria, sino necesitaba que el día pasara, y gracias a Dios.
Yo amaba estar donde él, y sucedía que lo visitaba en su hacienda unos dos, tres días. Amaba su casa, el parque, el gran jardín frutal, el riachuelo y su filosofía un poco lánguida y rebuscada, pero clara. Debía ser lo amaba a él mismo, aunque no puedo decir eso con certeza, ya que hasta ahora no puedo esclarecer mis sensaciones de entonces. Era un hombre inteligente, bondadoso, no aburrido y sincero, pero yo recuerdo muy bien que cuando me confiaba sus secretos guardados, y llamaba nuestra relación amistad, pues eso me agitaba de forma desagradable, y sentía embarazo. En su amistad hacia mí había algo incómodo, penoso, y yo gustoso hubiera preferido a ésta unas comunes relaciones amigables.
El asunto era que me gustaba excesivamente su mujer, María Serguéevna. Yo no estaba enamorado de ella, pero me gustaban su rostro, ojos, voz, andar, la extrañaba cuando no la veía en largo tiempo, y mi imaginación por ese tiempo a nadie se dibujaba tan gustosa, como a esa mujer joven, bonita y elegante. Respecto a ella, yo no tenía ningunas intenciones definidas y no soñaba con nada, pero por algo cada vez cuando nos quedábamos a solas, recordaba que su marido me consideraba su amigo, y tenía embarazo. Cuando ella tocaba en el piano de cola mis piezas preferidas, o me contaba algo interesante, yo escuchaba con gusto, y al mismo tiempo por algo en la cabeza se me metían ideas, sobre que ella amaba a su marido, que él era mi amigo y que ella misma me consideraba amigo de él, el estado de ánimo se me estropeaba, y me ponía lánguido, embarazoso y aburrido. Ella advertía ese cambio y comúnmente decía:
-Usted se aburre sin su amigo. Hay que mandar por él al campo.
Y cuando llegaba Dmítrii Petróvich, decía:
-Bueno, ahora pues llegó su amigo. Alégrese.
Así continuó año y medio.
Cierta vez, uno de los domingos de julio, Dmítrii Petróvich y yo, sin nada que hacer, fuimos a la gran aldea Klúshino, a comprar allí unos bocados para la cena. Mientras andábamos por las tiendas, el sol se puso y sobrevino el atardecer, un atardecer que yo, probablemente, no olvidaré nunca en la vida. Comprado un queso que parecía jabón, y un embutido petrificado que olía a alquitrán, nos dirigimos a la taberna a preguntar si no tenían cerveza. Nuestro cochero se fue a la herrería a herrar los caballos, y nosotros le dijimos que lo íbamos a esperar junto a la iglesia. Andábamos, hablábamos, nos reíamos de nuestras compras, mientras callado y con un aire misterioso, como un detective, nos vigilaba un hombre que tenía en nuestro distrito un apodo bastante extraño: Cuarenta mártires. Ese Cuarenta mártires no era otro que Gavríla Siéverov, o simplemente Gavriúshka, que había servido en mi casa no largo tiempo de lacayo, y despedido por mí por borrachera. Él había servido asimismo donde Dmítrii Petróvich, y fue despedido también por éste siempre por el mismo pecado. Era un borracho feroz, y en general todo su destino era borracho y tan disoluto como él mismo. Su padre era sacerdote y su madre noble, entonces, por nacimiento pertenecía a un estamento privilegiado, pero cuanto yo no escrutaba su rostro demacrado, respetuoso, siempre sudado, su barba rojiza ya canosa, su saco lastimero, raído y camisa roja por fuera, no podía encontrar de ningún modo, incluso, una huella de eso que en nuestra sociedad se llamaba privilegio. Él se llamaba instruido y contaba que había estudiado en una escuela religiosa, donde no terminó el curso ya que lo despidieron por fumar tabaco; luego cantó en el coro obispal y vivió unos dos años en el monasterio, de donde lo despidieron también pero ya no por fumar, sino por “debilidad”. Recorrió a pie dos gobiernos, presentó una petición para algo en el consistorio y en diversas oficinas públicas, fue a juicio cuatro veces. Finalmente, atascado en nuestro distrito había servido de lacayo, guardabosque, perrero, guarda de iglesia, se había casado con una viuda-cocinera libertina, y se había atollado de forma terminante en la vida servil, y convivido tanto con su fango y disputas, que ya él mismo hablaba de su procedencia privilegiada con cierta desconfianza, como de algún mito. En el tiempo descrito vagaba sin puesto, dándose por curandero y cazador, y su mujer se había perdido por algún lugar sin rastro.
De la taberna fuimos a la iglesia y nos sentamos en el atrio en espera del cochero. Cuarenta mártires se paró lejos y se llevó la mano a la boca, para toser en ésta con respeto cuando fuera necesario. Ya estaba oscuro, olía fuertemente a humedad vespertina y la luna se disponía a salir. En el cielo límpido, estrellado había sólo dos nubes y justo sobre nosotros: una grande, otra menor, éstas solitarias, como una madre con el niño, corrían una tras otra en esa dirección, donde se extinguía el crepúsculo vespertino.
-Un día glorioso hoy -dijo Dmítrii Petróvich.
-Hasta lo excesivo... -convino Cuarenta mártires y tosió en la mano con respeto-. ¿Cómo eso usted, Dmítrii Petróvich, se dignó a pensar venir aquí? -preguntó con una voz insinuante, por lo visto, deseando entablar conversación.
Dmítrii Petróvich no respondió nada. Cuarenta mártires suspiró profundo y profirió en voz baja, sin mirarnos:
-Sufro únicamente por una razón, por la que debo dar respuesta a Dios todopoderoso. Eso, por supuesto, yo soy un hombre perdido e incapaz, pero créanle a la conciencia: sin un pedazo de pan, es peor que un perro... ¡Perdone, Dmítrii Petróvich!
Sílin no escuchaba y, apoyada la cabeza en los puños, pensaba en algo. La iglesia estaba al extremo de la calle, en una costa alta, y a través de la rejita de la verja nos era visible el río, las praderas inundadas del otro lado y el fuego vívido, púrpura de una fogata, alrededor de la cual se movían negras personas y caballos. Y más allá de la fogata aún unas lucecitas: un pueblito... Allá cantaban una canción.
En el río y por algún lugar en la pradera se alzaba una neblina. Los altos, angostos jirones de neblina, espesos y blancos como la leche, vagaban sobre el río, tapando el reflejo de las estrellas y aferrándose a los sauces. Éstos a cada minuto cambiaban su aspecto, y parecía que unos se abrazaban, otros se inclinaban, los terceros alzaban al cielo sus brazos con anchas mangas de pope, como si rezaran... Probablemente, éstos llevaron a Dmítrii Petróvich a la idea de los fantasmas y los difuntos, porque volteó su rostro hacia mí y preguntó, sonriendo con tristeza:
-Dígame, querido mío, ¿por qué eso, cuando nosotros queremos contar algo terrible, misterioso y fantástico, pues sacamos el material no de la vida, sino seguro del mundo de los fantasmas y las sombras sepulcrales?
-Es terrible eso, que es incomprensible.
-¿Y acaso la vida le es comprensible? Dígame, ¿acaso usted entiende la vida más, que el mundo sepulcral?
Dmítrii Petróvich se sentó cerca de mí por completo, así que yo sentía su aliento en la mejilla. En las penumbras vespertinas su rostro pálido, enjuto parecía más pálido aún, y su barba oscura más negra que el hollín. Sus ojos estaban tristes, sinceros y un poco asustados, como si se dispusiera a contarme algo terrible. Me miraba a los ojos y continuó, como de costumbre, con su voz suplicante:
-Nuestra vida y el mundo sepulcral son, igualmente, incomprensibles y terribles. Quien le teme a los fantasmas, ese debe temerme a mí, a esas luces y al cielo, ya que todo eso, si pensarlo bien, es no menos inconcebible y fantástico que los forasteros del otro mundo. El príncipe Hamlet no se mató por que le temiera a esas visiones, que puede ser visitaban su sueño mortal, ese famoso monólogo suyo a mí me gusta pero, hablando con franqueza, nunca me conmovió de alma. Le confieso como a un amigo, yo a veces en los minutos de angustia me dibujaba la hora de mi muerte, mi fantasía inventaba miles de las visiones más sombrías, y yo lograba llevarme hasta una exaltación torturante, hasta la pesadilla, y eso, le aseguro, no me parecía más terrible que la realidad. Y qué decir, las visiones son terribles, pero la vida es terrible también. Yo, hijito, no entiendo y le temo a la vida. No sé, puede ser yo soy un enfermo, un hombre desquiciado. Al hombre normal, saludable le parece que entiende todo lo que ve y oye, y yo pues perdí ese “le parece”, y día tras día me enveneno con el miedo. Hay una enfermedad, el temor al espacio, así pues yo estoy enfermo de temor a la vida. Cuando estoy acostado en la hierba, y miro largo tiempo un bicho, que nació recién ayer y no entiende nada, pues me parece que su vida se conforma de un horror continuo, y en éste me veo a mí mismo.
-¿Qué pues, propiamente, le da miedo? -pregunté.
-A mí todo me da miedo. Yo soy un hombre por naturaleza no profundo, y me intereso poco en tales cuestiones como el mundo sepulcral, el destino de la humanidad, y en general raramente me llevo a la altura celestial. Me da miedo de manera principal esa rutina, de la que nadie de nosotros puede ocultarse. Yo soy incapaz de distinguir qué es verdad y qué es mentira en mis acciones, y éstas me alarman; yo reconozco, que las condiciones de vida y la educación me encerraron en un estrecho círculo de mentira, que toda mi vida no es otra cosa que una preocupación cotidiana, por cómo engañarme a mí mismo y a las personas y no advertir eso, y me da miedo la idea, de que hasta la misma muerte no saldré de esa mentira. Hoy yo hago algo, y mañana ya no entiendo para qué hice eso. Ingresé al servicio en Petersburgo y me asusté, vine aquí para dedicarme a la industria agrícola, y me asusté también... Yo veo que nosotros sabemos poco, y por eso cada día nos equivocamos, somos injustos, calumniamos, devoramos un siglo ajeno, gastamos todas nuestras fuerzas en una sandez, que no nos es necesaria y nos impide vivir, y eso me da miedo, porque no entiendo para qué y a quién es necesario todo eso. Yo, hijito, no entiendo a las personas y les temo. Me da miedo mirar a los mujíks, no sé por cuáles, tales objetivos superiores ellos sufren y para qué viven. Si la vida es placer, pues ellos son personas superfluas, no necesarias; si el objetivo y el sentido de la vida está en la necesidad, y en la ignorancia insuperable, sin esperanza, pues a mí me es incomprensible a quién y para qué es necesaria esa inquisición. Yo no entiendo a nadie ni nada. ¡Dígnese pues a entender a ese sujeto! -dijo Dmítrii Petróvich señalando a Cuarenta mártires-. ¡Piénselo!
Advertido que ambos le echamos una mirada, Cuarenta mártires tosió en el puño con respeto y dijo:
-Donde los buenos señores yo siempre fui un fiel servidor, pero la razón principal: las bebidas alcohólicas. ¡Si ahora me respetaran, a un hombre infeliz, y me dieran un puesto, pues yo besaría la imagen. ¡Mi palabra es firme!
El guarda de la iglesia pasó por delante, nos echó una mirada perpleja y empezó a tirar de la cuerda. La campana con lentitud y extensión, violando el silencio de la noche con brusquedad, tocó las diez.
-¡No obstante, ya son las diez! -dijo Dmítrii Petróvich-. Ya es hora de irnos. Sí, hijito mío -suspiró-, si usted supiera cómo yo le temo a mis ideas rutinarias, mundanas en las que, al parecer, no debe haber nada terrible. Para no pensar, yo me distraigo con el trabajo e intento fatigarme, para dormir bien por la noche. Los hijos, la mujer, para otros eso es común, ¡pero para mí qué pesado es, hijito!
Se arrugó el rostro con las manos, graznó y se echó a reír.
-¡Si yo pudiera contarle, de qué imbécil he actuado en mi vida! -dijo-. A mí todos me dicen: usted tiene una mujer gentil, unos hijos preciosos, y usted mismo es un hermoso hombre de familia. Piensan que soy muy feliz, y me envidian. Bueno, si a eso vamos, pues le diré un secreto: mi feliz vida familiar es sólo un triste equívoco, y yo le temo.
Su rostro pálido se puso no bonito por la sonrisa forzada. Me abrazó por el talle y continuó a media voz:
-Usted es mi amigo sincero, yo le creo y lo respeto profundamente. La amistad nos la envía el cielo, para que podamos expresarnos y salvarnos de los secretos que nos oprimen. Permítame pues aprovechar su amistosa disposición hacia mí, y expresarle toda la verdad. Mi vida familiar, que a usted le parece tan admirable, es mi desgracia principal y mi miedo principal. Yo me casé de un modo extraño y estúpido. Tengo que decirle, que antes de la boda yo amaba a Másha con locura, y la cortejé dos años. Yo le hice la propuesta cinco veces, y ella me rechazaba, porque era totalmente indiferente a mí. La sexta vez cuando yo, ardiendo de amor, me arrastré de rodillas delante de ella, y le pedí la mano como una limosna, ella aceptó… Así me dijo: “Yo a usted no lo amo, pero le seré fiel”… Tal condición la recibí con éxtasis. Yo entonces entendía qué significaba eso, pero ahora, lo juro por Dios, no lo entiendo. “Yo a usted no lo amo, pero le seré fiel”, ¿qué significa eso? Eso es la neblina, la tiniebla... Yo la amo ahora tan fuerte, como el primer día de la boda, y ella, me parece, es indiferente como antes, y debe ser, se pone alegre cuando me voy de la casa. Yo no sé con certeza me ama ella o no, no sé, no sé, pero pues nosotros vivimos bajo un mismo techo, nos decimos el uno al otro tú, dormimos juntos, tenemos hijos, la propiedad nuestra es común... ¿Qué significa eso pues? ¿Para qué eso? ¿Y entiende usted acaso algo, hijito? ¡Una tortura cruel! Por que, en nuestra relación yo no entiendo nada, yo la odio ya a ella, ya a mí, ya a ambos juntos, todo se me enredó en la cabeza, me torturo y emboto, y ella como adrede cada día está más bonita, se vuelve asombrosa... Para mí, tiene un cabello notable, y sonríe como ninguna mujer. Yo amo, y sé que amo sin esperanza. ¡Un amor sin esperanza por una mujer, con la que tienes ya dos hijos! ¿Acaso eso es comprensible y no es terrible? ¿Acaso eso no es más terrible que los fantasmas?
Él se hallaba en tal estado de ánimo, que hubiera hablado aún largo tiempo, pero por suerte se oyó la voz del cochero. Llegaron nuestros caballos. Nos sentamos en el cochecito y Cuarenta Mártires, quitándose el gorro, nos acomodó a ambos con tal expresión, como si hiciera mucho tiempo ya que esperara una ocasión, para tocar nuestros cuerpos preciosos.
-Dmítrii Petróvich, permítame ir a su casa -profirió, guiñando los ojos fuertemente e inclinando la cabeza al costado-. ¡Muestre la bondad divina! ¡Me muero de hambre!
-Bueno, está bien -dijo Sílin-. Ven, vivirás tres días, y allá veremos.
-¡Obedezco! -se alegró Cuarenta mártires-. Yo hoy mismo iré.
Hasta la casa había seis vérstas. Dmítrii Petróvich, satisfecho con que, finalmente, se había expresado delante del amigo, todo el camino me sostuvo del talle, y ya no con amargura y no con susto, sino contento me decía que si su familia estuviera favorable, pues él regresaría a Petersburgo y se dedicaría allí a la ciencia. Esa tendencia, decía, que había arrojado al campo a tantos hombres jóvenes dotados, era una triste tendencia. Centeno y trigo en Rusia teníamos mucho, pero no por completo hombres cultos. Era necesario que la juventud dotada, saludable se dedicara a las ciencias, las artes y la política, proceder de otra forma significaba ser imprevisor. Él filosofaba con gusto, y expresaba la lástima de que mañana por la mañana se separaría de mí, ya que necesitaba ir a la subasta forestal.
Y yo sentía embarazo y tristeza, y me parecía que engañaba al hombre. Y al mismo tiempo me era agradable. Yo miraba la luna inmensa, púrpura que salía, y me imaginaba a la rubia alta, esbelta, de rostro pálido, siempre ataviada, olorosa a cierto perfume peculiar parecido al almizcle, y por algo me ponía contento pensar que ella no amaba a su marido.
Llegado a la casa nos sentamos a cenar. María Serguéevna, riendo, nos convidó con nuestras compras, y yo hallaba que ella, en realidad, tenía un cabello notable y que sonreía como ninguna mujer. Yo la vigilaba, y quería ver en cada movimiento y mirada suya, que ella no amaba a su marido, y me parecía que veía eso.
Dmítrii Petróvich pronto empezó a luchar con la soñolencia. Después de la cena estuvo sentado con nosotros unos diez minutos y dijo:
-Como les plazca, señores, pero yo mañana necesito levantarme a las tres. Permítanme dejarlos.
Él besó a su mujer con ternura, me estrechó la mano fuertemente, con gratitud, y me tomó la palabra de que vendría seguro la semana próxima. Para no quedarse dormido mañana, fue a pernoctar a la accesoria.
María Serguéevna se acostaba a dormir tarde, a lo peterburgués, y ahora yo por algo me alegraba de eso.
-¿Así? -empecé, cuando nos quedamos solos-. Así, sea usted amable, toque algo.
Yo no quería música, pero no sabía cómo empezar la conversación. Ella se sentó al piano de cola y tocó, no recuerdo qué. Yo estaba sentado a su lado, miraba sus manos blancas, rollizas e intentaba leer algo en su rostro frío, indiferente. Pero he aquí ella sonrió por algo y me echó una mirada.
-Usted se aburre sin su amigo -dijo.
Yo me eché a reír.
-Por la amistad sería suficiente viajar aquí una vez al mes, y yo estoy aquí más a menudo que cada semana.
Dicho esto me levanté y, con agitación, me paseé de una esquina a la otra. Ella también se levantó y se apartó hacia la chimenea.
-¿Usted qué quiere decir con eso? -preguntó, alzando hacia mí sus ojos grandes, claros.
Yo no respondí nada.
-Usted no dijo la verdad -continuó, habiendo pensado-. Usted está aquí sólo por Dmítrii Petróvich. Qué pues, yo me alegro mucho. En nuestro siglo, es raro a quien le toca ver tal amistad.
“¡Ajá!” -pensé y, no sabiendo qué decir, pregunté: -¿Quiere pasear por el jardín?
-No.
Yo salí a la terraza. Por la cabeza me corría un hormigueo y tenía frío por la agitación. Ya estaba convencido de que nuestra conversación sería la más insignificante, y que nada particular sabríamos decirnos el uno al otro, pero que seguro esa noche debería suceder eso, con lo que yo no me atrevía incluso a soñar. Seguro esa noche, o nunca.
-¡Qué buen tiempo! -dije en voz alta.
-Para mí, resueltamente, da lo mismo -se oyó la respuesta.
Yo entré a la sala. María Serguéevna como antes estaba parada junto a la chimenea, puesta las manos detrás, pensando en algo, y miraba a un costado.
-¿Por qué pues para usted, resueltamente, da lo mismo? -pregunté.
-Porque me aburro. Usted se aburre sólo sin su amigo, y yo siempre me aburro. Por lo demás... eso para usted no es interesante.
Yo me senté al piano de cola y puse unos cuantos acordes, esperando qué diría ella.
-Usted, por favor, no ande con ceremonias -dijo, mirándome enojada y como dispuesta a romper a llorar de fastidio-. Si quiere dormir, pues váyase. No piense, que si es amigo de Dmítrii Petróvich, pues ya está obligado a aburrirse con su mujer. Yo no quiero una víctima. Por favor, váyase.
Yo no me fui, por supuesto. Ella salió a la terraza, yo me quedé en la sala y ojeé las notas unos cinco minutos. Después salí también. Estábamos parados juntos a la sombra de las cortinas, y debajo de nosotros estaban los peldaños bañados de luz lunar. A través de los canteros floridos, y por la arena amarilla de la alameda, se extendían las negras sombras de los árboles.
-Yo también necesito irme mañana -dije.
-Por supuesto, si mi marido no está en la casa, pues usted no puede quedarse aquí -profirió con burla-. ¡Me imagino qué infeliz sería usted, si se enamorara de mí! Pues espere, yo alguna vez agarraré y me le lanzaré al cuello... Veré, con qué horror correrá de mí. Es interesante.
Sus palabras y rostro pálido estaban enojados, pero sus ojos estaban llenos del amor más tierno, apasionado. Yo ya miraba a esa criatura hermosa como a mi propiedad, y ahí advertí por primera vez que tenía unas cejas doradas, unas cejas maravillosas que nunca había visto antes. La idea de que yo ahora podía atraerla a mí, acariciarla, tocar su cabello notable, se me figuró de pronto tan monstruosa, que me eché a reír y cerré los ojos.
-No obstante, ya es hora… Buenas noches- profirió ella.
-Yo no quiero unas buenas noches... -dije, riendo y yendo tras ella a la sala-. -Yo maldeciré esta noche, si es buena.
Estrechando su mano y acompañándola hasta la puerta, vi por su rostro que ella me entendía, y se alegraba de que yo también la entendía.
Fui a mi habitación. En mi mesa junto a los libros yacía la visera de Dmítrii Petróvich, y eso me recordó sobre su amistad. Tomé el bastón y salí al jardín. Allí ya se alzaba una neblina, y alrededor de los árboles y los arbustos, abrazándolos, vagaban esos mismos fantasmas altos y angostos, que yo había visto antes en el río. ¡Qué lástima que no podía hablar con ellos!
En el aire inusualmente diáfano se destacaban con nitidez cada hoja, cada gota de rocío, todo eso me sonreía en silencio, medio dormido y, pasando por delante de los bancos verdes, recordé las palabras de cierta pieza de Shakespeare: ¡cuán dulce duerme el resplandor de la luna aquí en el banco!
En el jardín había una lomita. Yo subí a ésta y me senté. Me fatigaba una sensación encantadora. Sabía con certeza que ahora iba a abrazar, apretarme a su cuerpo exuberante, besar sus cejas doradas, y quería no creer eso, burlarme de mí mismo, y era una lástima que ella me había torturado tan poco, y se había dado tan pronto.
Pero he aquí de repente se oyeron unos pasos pesados. En la alameda apareció un hombre de estatura mediana, y yo al instante reconocí en él a Cuarenta mártires. Se sentó en un banco y suspiró profundo, después se persignó tres veces y se acostó. Al minuto se levantó y se acostó del otro costado. Los mosquitos y la humedad nocturna le impedían dormirse.
-¡Bueno, vida! -profirió-. ¡Infeliz, amarga vida!
Mirando su cuerpo flaco, doblado y escuchando sus suspiros pesados, roncos recordé aún sobre una vida infeliz, amarga que hoy se me había confesado, y me dio espanto y miedo mi estado beatífico. Descendí de la lomita y fui a la casa.
“La vida, en su opinión, es terrible -pensaba yo-, así pues no andes con ceremonias con ella, quiébrala y, mientras ella no te aplaste, toma todo lo que se pueda arrancar de ella”.
En la terraza estaba parada María Serguéevna. Yo la abracé callado y empecé a besar sus cejas, sienes, cuello ávidamente...
En mi habitación ella me dijo que me amaba hacía ya mucho tiempo, más de un año. Me prometió amor, lloró, rogó que la llevara a mi casa. Yo a cada rato la conducía a la ventana, para echar una mirada a su rostro a la luz de la luna, y ella me parecía un sueño hermoso, y me apuraba a abrazarla fuertemente, para creer en la realidad. Hacía mucho tiempo ya que no padecía tal éxtasis... Pero de todas formas lejos, en algún lugar en lo profundo del alma, yo sentía cierto embarazo y estaba no a gusto. En su amor a mí había algo incómodo y penoso, como en la amistad de Dmítrii Petróvich. Era un amor grande, serio con lágrimas y promesas, y yo quería que no hubiera nada serio, ni lágrimas, ni promesas, ni conversaciones sobre el futuro. Que esa noche de luna pasara en nuestra vida como un meteoro luminoso, y basta.
A las tres en punto ella salió de mi lugar, y cuando yo parado en las puertas la miraba por detrás, al final del corredor apareció de pronto Dmítrii Petróvich. Al encontrarse con él ella se estremeció y le abrió camino, y en toda su figura estaba escrita la repulsión. Él como que sonrió de modo extraño, tosió y entró a mi habitación.
-Aquí yo olvidé ayer mi visera… -dijo, sin mirarme.
La encontró, y se puso la visera en la cabeza con ambas manos, después echó una mirada a mi rostro turbado, a mis zapatos y profirió no con la suya, sino con cierta voz extraña, afónica:
-Yo, probablemente, al nacer tenía escrito no entender nada. Si usted entiende algo, pues... lo felicito. Yo tengo oscuridad en los ojos.
Y salió tosiendo. Después vi por la ventana, cómo él mismo junto al establo enganchaba los caballos. Las manos le temblaban, se apuraba y echaba miradas a la casa, probablemente tenía miedo. Luego se sentó en la calesa y, con una expresión extraña, como temiendo una persecución, fustigó a los caballos.
Un poco después me fui yo mismo. Ya salía el sol, y la neblina de ayer se apretaba con timidez a los arbustos y los montículos. En el pescante estaba sentado Cuarenta mártires, ya alcanzado a beber en algún lugar, y parlaba una sandez borracha.
-¡Yo soy un hombre libre! -le gritaba a los caballos-. ¡Hey, ustedes, colorados! ¡Yo soy un ciudadano honorable descendiente, si desean saber!
El miedo de Dmítrii Petróvich, que no me salía de la cabeza, se me trasmitió. Yo pensaba en lo que había sucedido, y no entendía nada. Miraba a los grajos, y me era extraño y terrible que éstos volaran.
-¿Para qué yo hice eso? -me preguntaba perplejo y desolado-. ¿Por qué eso salió precisamente así, y no de otra forma? ¿A quién y para qué fue necesario eso, que ella me amara seriamente y que él se presentara en la habitación por la visera? ¿Qué tenía que ver ahí la visera?
Ese mismo día yo me fui a Petersburgo, y con Dmítrii Petróvich y su mujer ya no me vi más ni una vez. Dicen que ellos continúan viviendo juntos.
 
Título original: Strax (Rasskaz moego priyatelya), publicado por primera vez en el periódico Novoe vremia, 1892, Nº 6045, con la firma: "Antón Chejov".
Posted by :René Portas - Méjico.