"El incendio de la tarde" Por Rogelio Oscar Retuerto
Rogelio Oscar Retuerto (Argentina, 1972) Escritor de literatura fantástica. Ganador del Certamen Nacional de Literatura Erótica 2016 (Argentina). Ha publicado relatos en revista Cruz Diablo, en el sitio El Eclipse de Gyllene Draken, revista digital Letras y Demonios, fanzine The Wax, revista Nictofilia, entre otros. Su novela “Las elegidas”, ganadora del Certamen Nacional de Literatura Erótica 2016, será publicada en marzo de 2017 por Ediciones Culturales Mendoza y presentada en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Su novela gore "La mano en la sombra" será publicada en la segunda mitad de 2017.
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Recuerdo la primera vez que visité Pampa del Infierno. Nunca me había detenido a pensar por qué le habían puesto ese nombre. Supuse que era algo normal, como Pampa de los Guanacos o Pampa de Achala. Lo llamarían “del infierno” por lo desértico, supuse. No le di importancia. Aquella tarde estaba sentado bajo el alero de rancho, en el mismo lugar que solía estar mi abuelo. Pero esta vez mi abuelo se había ido. A eso de las cuatro de la tarde comenzó a soplar un viento cálido, muy cálido desde el poniente. Noté que mis abuelos estaban distintos. Cuando comenzó a soplar el viento ingresaron en un estado de desesperación y nerviosismo. Después se calmaron, se calmaron de una manera inhumana. Sus ojos perdieron el brillo, sus rostros perdieron toda expresión. Caminaban como autómatas guardando las cosas dentro del rancho. Mi abuelo entró primero, mi abuela lo hizo después. Cuando mi abuela ingresó al rancho, pasó por delante de mí y murmuro, sin mirarme:
–La tarde se está incendiando.
–Sí –le dije yo, contemplando el horizonte que se teñía de sangre–, es hermoso.
Me puse a silbar bajito esa canción de Los Manseros Santiagueños que dice “la tarde se está incendiando, qué maravilla el ocaso, revolotean torcazas sobre los surcos sembrados”. Y revoloteaban las torcazas, torpes, con dificultad, pero revoloteaban. Eso me llamó la atención. Se comportaban como animales de río o de mar, esos que sobrevuelan el agua y se tiran en picada para sacar algún pez. Eran muchos los pájaros que avanzaban desde el poniente y se precipitaban a tierra. Era como si huyeran de algo. Cuando estuvieron más cerca pude notar que no se lanzaban en picada hacia la tierra: caían muertos, como si se petrificaran en pleno vuelo. Un vaho cálido me envolvió por completo “Qué raro, ¿acá, viento zonda?” pensé, pero el aire continuó enrareciéndose. Era como si los pájaros, que ya se encontraban a menos de cien metros, trajesen el calor prendido de sus colas. La estampa que después vieron mis ojos no la he podido desprender de mis retinas ni aún con el paso de los años. Al concentrar toda mi atención en los pájaros perdí de vista el trasfondo. El horizonte estaba envuelto en lenguas de fuego que se retorcían entre sí y parecían lamer con lascivia las puertas de mismo cielo. De repente los pájaros se encendieron en el aire como si fuesen cabezas de fósforos en plena combustión. Uno cayó calcinado, como una piedra de alquitrán, muy cerca de mis pies. Levanté la vista y vi todo el monte envuelto en fuego. El calor era insoportable y la pared de fuego avanzaba como si fuese un tsunami del infierno. Cuando sentí que la piel me ardía salté de la silla y me metí en el rancho. Mis abuelos estaban sentados a la mesa tomando la sopa como si nada pasase. Yo estaba con la espalda apoyada en la puerta, con las palmas de la mano adheridas a la puerta. El pecho se me inflaba y se desinflaba como si fuese un sapo del monte. Sentí la tormenta de fuego desatándose sobre el monte que rodeaba al rancho. Agarre la tranca de madera y la coloqué para trabar la puerta. Mi abuelo tragó el sorbo de sopa que tenía en la boca y me hizo una seña con la cabeza, pidiendo que me siente. Mi abuela se limpió la boca con la servilleta y hablo:
–Nunca tocan la casa.
–¿Tocan? ¿Quiénes? –le pregunté, pero nadie me respondió.
Aún con mis sentidos alterados me senté a la mesa. No podía dejar de mirar hacia el techo y las paredes, sintiendo el ruido que las trombas de fuego hacían en el exterior. Unas de las ventanas se abrió y una lengua de fuego se introdujo lamiendo el techo y parte de las paredes. Luego se retiró, pero la ventana quedó abierta. Del susto me caí de la silla y me arrastré empujando con los talones hasta quedar parapetado contra la pared opuesta.
–Nunca tocan a la gente –dijo mi abuela y siguió sorbiendo su sopa.
Yo la miré con los ojos grandes como platos, con la respiración agitada y mi boca abierta. Me incorporé y me acerqué, con más terror que sigilo, hasta la ventana abierta. Parecía estar viendo a través de la puerta de vidrio de un microondas: todo en el monte ardía, los arboles estaban rojos por la incandescencia, algunos relucían dorados; los animales brillaban como monedas de oro que dañaban la vista de solo mirarlos. No se veía el fuego, pero todo ardía en un paisaje pintado en matices de rojos y amarillos incandescentes, pero por alguna razón el calor no ingresaba en el rancho. Los abuelos tenían razón: el fuego no tocaba la casa y mucho menos a lo que estábamos en su interior.
Cuando la tormenta de fuego cesó me invadió una profunda somnolencia. Diez segundos después perdí el conocimiento.
A la mañana siguiente me despertó el ruido de objetos que se apilaban. Siempre me despertaba con el canto de los pájaros o con el ruido del viento entre los árboles. Pero esa mañana no había pájaros que canten y el viento no tenía árboles a los que acariciar. Me levanté del catre y caminé hasta el patio. Cuando salí del rancho me encontré con un paisaje desolador: todo el monte había quedado reducido a brasas. Todo, hasta donde mis ojos me permitían ver, era un desierto de arenas grises. Mi abuela estaba parada con las manos unidas sobre el delantal. Mi abuelo levantaba ramas carbonizadas cerca del rancho y las apilaba cerca del aljibe. No había sido un sueño: la tormenta de fuego había sido real. Me acerqué a mi abuela.
–¿Qué pasó, mamila? –le pregunté.
–Pasó otra vez, hijo –me dijo.
En ese momento me di cuenta que mi abuela estaba llorando.
–El incendio. Devoró todo el monte –dijo mi abuelo –, pasa todos los años. Después se recupera, porque… ¿ves? –me dijo, agachándose y tomando un puñado de cenizas en la mano. Después la dejó caer en una lluvia fina hasta que se quedó con dos bolitas oscuras en la mano–, estás son las semillas que despierta el diablo. Esta tarde el monte se llena de brotes y antes de que termine el verano ya tenemos el monte otra vez reverdecido.
–No –le dije, riendo de nervios–. No, abuelo. Esto va a tardar años en recuperarse.
Mi abuelo me miró con los ojos envueltos en fuego y siseó entre dientes:
–¿No te dije que pasa todos los años?
Me invadió un profundo temor. Por eso no le contesté.
–Estas son las semillas que quiere el diablo. Así debe ser cada vez: con fuego –agregó–. El monte que nace cada vez, no es igual al anterior. Así sucederá cada año hasta que el Señor se sienta cómodo con el bosque.
–¿El Señor? –pregunté.
No obtuve respuestas y agradecí al cielo que así fuese. Las posibles respuestas que mi mente tejía sobre mi pregunta me provocaban escalofríos.
Un bulto negro se dibujo en el horizonte. Parecía que avanzaba sobre el desierto gris. El calor que aún emanaba de la tierra distorsionaba la imagen dificultando la visión. Cuando se encontró a unos doscientos o trescientos metros la imagen se hizo más clara. Dejó de ser un bulto, una silueta oscura en el desierto para pasar a ser un hombre, un hombre carbonizado del que aún se desprendían volutas de humo que llevaba el viento. Me quedé petrificado al lado de mis abuelos. Mi abuela dejó de llorar y pronto una metamorfosis siniestra dibujó una sonrisa en su rostro.
–El Señor –dijo mi abuela, con la mirada clavada en el extraño.
Su expresión era la misma que la de un chico observando a los Reyes Magos caminando por el desierto con las bolsas repletas de regalos.
El despojo humano llegó hasta donde estábamos y se paró frente a mi abuelo. Tenía todo el cuerpo carbonizado. En algunas partes una veta de tejidos rosados se hacía visible en la profundidad de la carne abierta y carbonizada. En su rostro se distinguían los globos blancos de los ojos y los dientes también blancos que afloraban entre los pedazos de carne chamuscada que rodeaban la cara. De un lado le faltaba toda la mejilla. La encía se había vuelto un gel grasiento de color bordó oscuro y la hilera de dientes quedaba a la vista en el rostro desnudo. Entre las piernas le colgaba un pequeño chorizo que parecía haberse caído sobre el carbón ardiendo. Aquella cosa miró a los ojos a mi abuelo. Mi abuelo le extendió la mano y le entregó las semillas. El hombre las observó.
–Son buenas. Cada año nacen mejores –le dijo mi abuelo.
El hombre las apretó en su mano y se dio vuelta.
–¡A lo de los Ramírez! –le dijo mi abuelo–. Ahí el monte resiste, pero vaya allí. Estoy seguro que este año las semillas son del bosque nuevo. Ya no va a encontrar resistencia en este bosque… Señor.
El hombre continuó su avance hacia el horizonte.
–¡Espere!... ¡Señor! –dijo mi abuelo–. Sin tocar las casas ni a la gente ¿No?
El hombre se dio vuelta muy despacio, levantó una mano y dibujó con la palma algunos signos en el aire, como si fuese un sacerdote dando la bendición. Después se dio media vuelta y se marchó. Mi abuelo se acercó a mi abuela y la abrazó. Mi abuela comenzó a llorar, pero no estaba triste, el suyo era un llanto de alegría.
–Nos dieron otro año, vieja –le dijo mi abuelo, sollozando–. El Señor nos concedió un año más.
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