viernes, 31 de marzo de 2017

"El incendio de la tarde" Por Rogelio Oscar Retuerto

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Rogelio Oscar Retuerto (Argentina, 1972) Escritor de literatura fantástica. Ganador del Certamen Nacional de Literatura Erótica 2016 (Argentina). Ha publicado relatos en revista Cruz Diablo, en el sitio El Eclipse de Gyllene Draken, revista digital Letras y Demonios, fanzine The Wax, revista Nictofilia, entre otros. Su novela “Las elegidas”, ganadora del Certamen Nacional de Literatura Erótica 2016, será publicada en marzo de 2017 por Ediciones Culturales Mendoza y presentada en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Su novela gore "La mano en la sombra" será publicada en la segunda mitad de 2017.

También podés bajar y leer el presente relato en PDF desde el siguiente enlace:  https://goo.gl/y4bAiJ

Recuerdo la primera vez que visité Pampa del Infierno. Nunca me había detenido a pensar por qué le habían puesto ese nombre. Supuse que era algo normal, como Pampa de los Guanacos o Pampa de Achala. Lo llamarían “del infierno” por lo desértico, supuse. No le di importancia. Aquella tarde estaba sentado bajo el alero de rancho, en el mismo lugar que solía estar mi abuelo. Pero esta vez mi abuelo se había ido. A eso de las cuatro de la tarde comenzó a soplar un viento cálido, muy cálido desde el poniente. Noté que mis abuelos estaban distintos. Cuando comenzó a soplar el viento ingresaron en un estado de desesperación y nerviosismo. Después se calmaron, se calmaron de una manera inhumana. Sus ojos perdieron el brillo, sus rostros perdieron toda expresión. Caminaban como autómatas guardando las cosas dentro del rancho. Mi abuelo entró primero, mi abuela lo hizo después. Cuando mi abuela ingresó al rancho, pasó por delante de mí y murmuro, sin mirarme:
–La tarde se está incendiando.
–Sí –le dije yo, contemplando el horizonte que se teñía de sangre–, es hermoso.
Me puse a silbar bajito esa canción de Los Manseros Santiagueños que dice “la tarde se está incendiando, qué maravilla el ocaso, revolotean torcazas sobre los surcos sembrados”. Y revoloteaban las torcazas, torpes, con dificultad, pero revoloteaban. Eso me llamó la atención. Se comportaban como animales de río o de mar, esos que sobrevuelan el agua y se tiran en picada para sacar algún pez. Eran muchos los pájaros que avanzaban desde el poniente y se precipitaban a tierra. Era como si huyeran de algo. Cuando estuvieron más cerca pude notar que no se lanzaban en picada hacia la tierra: caían muertos, como si se petrificaran en pleno vuelo. Un vaho cálido me envolvió por completo “Qué raro, ¿acá, viento zonda?” pensé, pero el aire continuó enrareciéndose. Era como si los pájaros, que ya se encontraban a menos de cien metros, trajesen el calor prendido de sus colas. La estampa que después vieron mis ojos no la he podido desprender de mis retinas ni aún con el paso de los años. Al concentrar toda mi atención en los pájaros perdí de vista el trasfondo. El horizonte estaba envuelto en lenguas de fuego que se retorcían entre sí y parecían lamer con lascivia las puertas de mismo cielo. De repente los pájaros se encendieron en el aire como si fuesen cabezas de fósforos en plena combustión. Uno cayó calcinado, como una piedra de alquitrán, muy cerca de mis pies. Levanté la vista y vi todo el monte envuelto en fuego. El calor era insoportable y la pared de fuego avanzaba como si fuese un tsunami del infierno. Cuando sentí que la piel me ardía salté de la silla y me metí en el rancho. Mis abuelos estaban sentados a la mesa tomando la sopa como si nada pasase. Yo estaba con la espalda apoyada en la puerta, con las palmas de la mano adheridas a la puerta. El pecho se me inflaba y se desinflaba como si fuese un sapo del monte. Sentí la tormenta de fuego desatándose sobre el monte que rodeaba al rancho. Agarre la tranca de madera y la coloqué para trabar la puerta. Mi abuelo tragó el sorbo de sopa que tenía en la boca y me hizo una seña con la cabeza, pidiendo que me siente. Mi abuela se limpió la boca con la servilleta y hablo:
–Nunca tocan la casa.
–¿Tocan? ¿Quiénes? –le pregunté, pero nadie me respondió.
Aún con mis sentidos alterados me senté a la mesa. No podía dejar de mirar hacia el techo y las paredes, sintiendo el ruido que las trombas de fuego hacían en el exterior. Unas de las ventanas se abrió y una lengua de fuego se introdujo lamiendo el techo y parte de las paredes. Luego se retiró, pero la ventana quedó abierta. Del susto me caí de la silla y me arrastré empujando con los talones hasta quedar parapetado contra la pared opuesta.
–Nunca tocan a la gente –dijo mi abuela y siguió sorbiendo su sopa.
Yo la miré con los ojos grandes como platos, con la respiración agitada y mi boca abierta. Me incorporé y me acerqué, con más terror que sigilo, hasta la ventana abierta. Parecía estar viendo a través de la puerta de vidrio de un microondas: todo en el monte ardía, los arboles estaban rojos por la incandescencia, algunos relucían dorados; los animales brillaban como monedas de oro que dañaban la vista de solo mirarlos. No se veía el fuego, pero todo ardía en un paisaje pintado en matices de rojos y amarillos incandescentes, pero por alguna razón el calor no ingresaba en el rancho. Los abuelos tenían razón: el fuego no tocaba la casa y mucho menos a lo que estábamos en su interior.
Cuando la tormenta de fuego cesó me invadió una profunda somnolencia.  Diez segundos después perdí el conocimiento.
A la mañana siguiente me despertó el ruido de objetos que se apilaban.  Siempre me despertaba con el canto de los pájaros o con el ruido del viento entre los árboles. Pero esa mañana no había pájaros que canten y el viento no tenía árboles a los que acariciar. Me levanté del catre y caminé hasta el patio. Cuando salí del rancho me encontré con un paisaje desolador: todo el monte había quedado reducido a brasas. Todo, hasta donde mis ojos me permitían ver, era un desierto de arenas grises. Mi abuela estaba parada con las manos unidas sobre el delantal. Mi abuelo levantaba ramas carbonizadas cerca del rancho y las apilaba cerca del aljibe. No había sido un sueño: la tormenta de fuego había sido real. Me acerqué a mi abuela.
–¿Qué pasó, mamila? –le pregunté.
–Pasó otra vez, hijo –me dijo.
En ese momento me di cuenta que mi abuela estaba llorando.
–El incendio. Devoró todo el monte –dijo mi abuelo –, pasa todos los años. Después se recupera, porque… ¿ves? –me dijo, agachándose y tomando un puñado de cenizas en la mano. Después la dejó caer en una lluvia fina hasta que se quedó con dos bolitas oscuras en la mano–, estás son las semillas que despierta el diablo. Esta tarde el monte se llena de brotes y antes de que termine el verano ya tenemos el monte otra vez reverdecido.
–No –le dije, riendo de nervios–. No, abuelo. Esto va a tardar años en recuperarse.
Mi abuelo me miró con los ojos envueltos en fuego y siseó entre dientes:
–¿No te dije que pasa todos los años?
Me invadió un profundo temor. Por eso no le contesté.
–Estas son las semillas que quiere el diablo. Así debe ser cada vez: con fuego –agregó–. El monte que nace cada vez, no es igual al anterior. Así sucederá cada año hasta que el Señor se sienta cómodo con el bosque.
–¿El Señor? –pregunté.
No obtuve respuestas y agradecí al cielo que así fuese. Las posibles respuestas que mi mente tejía sobre mi pregunta me provocaban escalofríos.
Un bulto negro se dibujo en el horizonte. Parecía que avanzaba sobre el desierto gris. El calor que aún emanaba de la tierra distorsionaba la imagen dificultando la visión. Cuando se encontró a unos doscientos o trescientos metros la imagen se hizo más clara. Dejó de ser un bulto, una silueta oscura en el desierto para pasar a ser un hombre, un hombre carbonizado del que aún se desprendían volutas de humo que llevaba el viento. Me quedé petrificado al lado de mis abuelos. Mi abuela dejó de llorar y pronto una metamorfosis siniestra dibujó una sonrisa en su rostro.      
–El Señor –dijo mi abuela, con la mirada clavada en el extraño.
Su expresión era la misma que la de un chico observando a los Reyes Magos caminando por el desierto con las bolsas repletas de regalos.
El despojo humano llegó hasta donde estábamos y se paró frente a mi abuelo. Tenía todo el cuerpo carbonizado. En algunas partes una veta de tejidos rosados se hacía visible en la profundidad de la carne abierta y carbonizada. En su rostro se distinguían los globos blancos de los ojos y los dientes también blancos que afloraban entre los pedazos de carne chamuscada que rodeaban la cara. De un lado le faltaba toda la mejilla. La encía se había vuelto un gel grasiento de color bordó oscuro y la hilera de dientes quedaba a la vista en el rostro desnudo. Entre las piernas le colgaba un pequeño chorizo que parecía haberse caído sobre el carbón ardiendo. Aquella cosa miró a los ojos a mi abuelo. Mi abuelo le extendió la mano y le entregó las semillas.  El hombre las observó.
–Son buenas. Cada año nacen mejores –le dijo mi abuelo.
El hombre las apretó en su mano y se dio vuelta.
–¡A lo de los Ramírez! –le dijo mi abuelo–. Ahí el monte resiste, pero vaya allí. Estoy seguro que este año las semillas son del bosque nuevo.  Ya no va a encontrar resistencia en este bosque… Señor.
El hombre continuó su avance hacia el horizonte.
–¡Espere!... ¡Señor! –dijo mi abuelo–. Sin tocar las casas ni a la gente ¿No?
El hombre se dio vuelta muy despacio, levantó una mano y dibujó con la palma algunos signos en el aire, como si fuese un sacerdote dando la bendición. Después se dio media vuelta y se marchó. Mi abuelo se acercó a mi abuela y la abrazó. Mi abuela comenzó a llorar, pero no estaba triste, el suyo era un llanto de alegría.
–Nos dieron otro año, vieja –le dijo mi abuelo, sollozando–. El Señor nos concedió un año más.

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martes, 2 de julio de 2013

Ante la ley (Parábola) Franz Kafka (130 aniversario de su nacimiento)

Checoslovaquia: 1883-1924


Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.
-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora.
La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:
-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.
El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.
Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:
-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.
Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.
-¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable.
-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?
El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:
-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.

miércoles, 5 de junio de 2013

Noche Del Amor Insomne - Federico García Lorca


Noche arriba los dos con luna llena,
yo me puse a llorar y tú reías.
Tu desdén era un dios, las quejas mías
momentos y palomas en cadena.

Noche abajo los dos. Cristal de pena,
llorabas tú por hondas lejanías.
Mi dolor era un grupo de agonías
sobre tu débil corazón de arena.

La aurora nos unió sobre la cama,
las bocas puestas sobre el chorro helado
de una sangre sin fin que se derrama.

Y el sol entró por el balcón cerrado
y el coral de la vida abrió su rama
sobre mi corazón amortajado.

sábado, 25 de mayo de 2013

ÁGUILAS BLANCAS: un relato de Violeta Balián (en español e inglés)

Águilas Blancas, la centenaria estructura emplazada en la sierra finalmente pasó a manos de Wanda. Orgullosa de su adquisición, la millonaria anunció en un té de señoras que celebraría su cumpleaños en el pabellón de caza. −Es una ruina…ni siquiera tiene electricidad − le advirtieron. − Ya conectarán− aseguró ella, convencida de que sólo una gran fiesta podría limpiarle las energías estancadas. Sin embargo, la conexión eléctrica no se concretó y la mujer propuso que cada invitado trajera una vela.
Como todo debía ser blanco y suntuoso, en las galerías se vistieron mesas ataviadas con centros florales y velas de ese color. En las paredes carcomidas del gigantesco hall colgaron guirnaldas de flores y se dispusieron mesas con candelabros. Desde la ruta, hileras de linternas marcaban el camino de acceso a los invitados que por orden de la señora debían pertenecer a todo estrato social.
La gente, vela en mano, se aglomeraba ante la entrada al hall y una vez adentro, hechizada por el chisporroteo constante y el perfume de cientos de candelas, contemplaba, atónita el incongruente interior del caserón. A la medianoche, vestida de blanco y con la cabellera adornada de flores, Wanda hacía su entrada triunfal. ¡Parece un ángel!, exclamaban los presentes. La orquesta engarzó unos compases. Un desconocido con sombrero negro de ala ancha avanzó para tomarla de la cintura y bailar el anacrónico vals. Otras parejas se les unieron en turbulento frenesí hasta que por los tragaluces del techo irrumpieron insólitos rayos de luz que iluminaron el recinto en su totalidad. La música desistió. Los asistentes, pasmados, se encontraron rodeados por espectros, zombis y otros seres extraños que los sobrepasaban en número. −¡Los demonios están aquí! – gritaron unos pocos que huyeron a la sierra abierta perseguidos por los nuevos y discordantes sonidos de la orquesta. A la distancia y horrorizados, contemplaron cómo el pabellón se consumía en llamas y las huestes diabólicas se elevaban hacia la bóveda estrellada arrastrando consigo a cientos de almas. Entre ellas distinguieron la cabellera rubia y el vestido blanco de Wanda, la señora americana. 

After many comings and goings, Águilas Blancas, the century- old structure placed in the midst of the sierra ended up in Wanda’s hands. Proud of her acquisition, the millionaire announced at a tea party that she was planning to celebrate her birthday at the hunting lodge. “It’s nothing but a ruin. It doesn’t even have power”, warned her friends. “They will connect it in time,” she answered assuredly, convinced that only a big party would clear up the stagnant energies. However, the electric power connection did not take place. Instead, the woman proposed that each guest bring a candle. Everything was supposed to be sumptuous and in white. Along the galleries they dressed up tables with candles and floral centerpieces of that color. In the great hall they set white tables with candelabra, and from the moldy, eaten-away walls hung huge floral wreaths. Outside, rows of white lanterns marked the access road for Wanda’s guests, who by her specific instructions came from all social strata. Candles in hand, the people crowded together before the great door. Once inside, mesmerized by the aroma of hundreds of candles in constant splutter, they stood, speechless at the great hall’s nonsensical interiors. At the sound of midnight, dressed in full white, her hair pinned with flowers, Wanda made her triumphal entrance. “She looks like an angel”, they gasped. The orchestra sounded a few notes. A stranger wearing a wide-brimmed black hat stepped forward to take her by the waist and dance an anachronistic waltz. The other couples joined them in a twirling frenzy until sudden and unusual beams of light entered through the skylights illuminating the whole enclosure. The music stopped. The attendance, stunned, was now surrounded and outnumbered by specters, zombies, and other creatures. “The demons are here!” cried out those few seeking cover in the sierra’s darkness and who, at a safe distance could now hear the discordant orchestra’s sounds. Horrified, they watched the flames consume the lodge while the diabolical armies traveled upward to the star-dusted heavens dragging along hundreds of souls. Among them, they could distinguish the American lady’s blonde hair and white dress.

Violeta Balián © 2012 
http.//elexpedienteglasser.blogspot.com
Traducción: Norma Beredjiklian

sábado, 18 de mayo de 2013

Crónica periodística - Una noche en el Hospital Municipal de Chivilcoy por Andrés Pinotti.


Afuera ya no llueve. Algunas nubes oscuras cruzan el cielo y un viento helado le corta la cara al hombre de seguridad que cabecea somnoliento en la puerta de entrada del Hospital. Es viernes a la noche y en los pasillos del lugar sobrenada una calma intranquila. El de seguridad con chaleco azul oscuro se sube el cuello de la campera e ingresa en la sala de la Guardia General silbando un tema de Vicentico. Adentro, el médico de turno le coloca un suero a un enfermero pelado y barrigón que yace dolorido sobre una camilla. Al parecer sufre de cólicos renales, no es la primera vez que le sucede, por eso lo toma con naturalidad y se permite bromear al respecto:

- Creo que estoy embarazado – dice y suelta una mirada cómplice al médico

La sección de guardia se compone de tres salas pequeñas, una contigua a la otra. En las tres hay camillas y pequeñas mesadas de mármol donde pueden verse jeringas, gasas y demás elementos. De las paredes cuelgan estetoscopios, expendedores de guantes de látex y varias bolsas de suero. 
El médico de guardia tiene 35 años pero aparenta menos, lleva un ambo color verde agua y zapatos de cuero marrón. Está incómodo con mi presencia, esquiva mis encuentros y se limita a sonreír durante algún comentario. En la ronda de mates afloja.

- Somos dos médicos que estamos de guardia. Normalmente nos turnamos así uno de los dos puede descansar – comenta con timidez y mira como si recién me descubriese. Una enfermera cuarentona pintada como una puerta lo escucha acodada a una mesada.
En los momentos libres, el médico y los enfermeros toman mate en un cuarto angosto y húmedo que está a unos pasos de las salas. Allí algunos mantienen charlas con silencios eternos, producto del sopor nocturno; otros fuman y me miran con estudiada lentitud, tal vez por la divertida situación de llevar puesto un guardapolvo dos talles menores; pero fue la condición para poder ingresar a la sala con los pacientes.

- ¿Cuántos años tenés, Andrés? – pregunta la enfermera
- Veintidós.
- Unos añitos menos que vos – dice el barrigón ya recuperado de los cólicos.
Todos ríen.

Rockstar chivilcoyano

Paco llegó íntegramente embarrado y escoltado por dos policías que lo traen de la oreja. Se tambalea como una silla mecedora y sin perder la sonrisa de su rostro saluda a todo el personal. Tiene un par de litros de alcohol en la sangre, lo que lo ha llevado a discutir con un amigo. Él cuenta que hablaban, no discutían.

- No tengo nada, doctor. Mire, tómeme la presión si quiere. Lo que sí, tomé un poco de vino – dice con voz pastosa 
- ¿Vino solamente?
- Si, doctor, vino solo.
- Acostate.

El borracho tiene rasgos norteños, es extranjero. Se queja del barro que exhiben sus ropas, sobre todo el de la campera blanca que aún no ha terminado de pagar. El médico le estira los párpados de los ojos y observa. Luego le toma la presión y se traslada a una suerte de escritorio.
- Edad.
Paco susurra un número inentendible.
- Tiene 30 – interviene uno de los policías.
- Nombre completo
- Darío Marcelo González – dice el borracho al tiempo que intenta agarrarse del marco de una puerta.
El médico completa el acta a trazo seguro. Es zurdo. Paco, como lo llaman los policías, le estrecha la mano y el profesional le devuelve el gesto. Se va custodiado, parece una estrella de rock en decadencia.

- Los fines de semana cae siempre. No tiene nada, en el acta aclaro que tenía aliento etílico y lo mando a la casa. Después de las cinco van a caer varios como éste.

La guardia parece haber perdido la tranquilidad. En otra de las salas una mujer se queja de un dolor de estomago. Se instala cuidadosamente en la camilla alisando su pantalón, cuando intenta incorporarse palidece y se pasa un pañuelo a rayas por la frente húmeda. Un enfermero le levanta una remera ajustada hasta el pecho para auscultarla y deja ver una cicatriz profunda de cesárea que surca el fláccido abdomen. Le coloca un suero y la deja en observación.

- Vinieron muchos con dolores de panza. Es viral, seguramente por el agua. Pero por suerte no pasa de ahí.

En el pasillo, el marido, un hombre desgarbado y de cara afilada, se pasea de un lado a otro con las manos en los bolsillos. Luego se derrumba en un banco, debajo de un fluorescente que parpadea, y se lleva un cigarro rubio a la boca. Recuerda que está en un hospital, se lo guarda en un bolsillo y masculla un insulto. Una chispa homicida relumbra en sus ojos.

La urgencia

Llueve desde hace unos quince minutos, el cielo está completamente cerrado. La enfermera mira soñadora por la ventana y el teléfono comienza a sonar. Del otro lado de la línea informan que está por llegar un accidentado en moto. Está grave. El personal apura el paso y el médico se manifiesta en un inflexible crépito de órdenes.

- Mario, prepará la camilla. Vos, comunicate con terapia. Que me despejen el pasillo. ¡Dale, corré!

A través del vidrio esmerilado de la puerta principal se traslucen las luces verdes de la ambulancia que llega. Un médico abre la puerta y da paso a una camilla que ingresa rápidamente a una de las salas. Detrás, el hombre de seguridad contiene dificultosamente a un grupo de mujeres, todas bajas y obesas, que pugnan por acercarse al joven herido. En medio del desbande un enfermero sale de una sala e ingresa a otra. Los familiares estiran el cuello para indagar lo que sucede dentro y reciben un portazo que hace eco en todos los pasillos del Hospital. El muchacho accidentado tiene contusiones en todo el cuerpo, un gran golpe en la cabeza y los pulmones llenos de sangre, lo que le dificulta la respiración. Emite un sonido angustiante que intensifica los llantos de los familiares que aguardan afuera. En unos minutos entrará en coma.
En cuestión de minutos se llena de amigos y familia. Todos lloran. Una niña de unos ocho años, de cabello rubio ondulado, maldice al aire. Su cara sesgada de dolor y odio se repite en todos los presentes. Al lado del tumulto un hombre, ajeno a los familiares del herido, aguarda sentado en un banco. Está inclinado hacía adelante, mirando al piso. Desde hace un par de horas siente dolor en el medio del pecho. No se preocupa tanto por su dolencia, sino por saber cuándo lo atenderán.

El joven accidentado queda internado en terapia intensiva con pronóstico reservado. La lluvia y alguna copa de más le jugaron una mala pasada. No llevaba casco y el golpe le produjo un hematoma importante, de modo que los médicos deberán aguardar 72 horas para ver la evolución y decidir si se realiza una cirugía 
El ambiente del hospital vuelve a la calma alrededor de las 5 de la madrugada, justo al momento en se realiza un cambio de turno entre enfermeros. Ingresa un hombre entrado en años, de bigotes anchos tostados de tabaco, y una mujer alta y de nariz prominente. Ella se pierde en una habitación. El se presenta y no duda en cambiarse delante de mí mientras pregunta cómo me está yendo. Después toma un mate y va a controlar a los pacientes. Desde hace unos minutos el médico de guardia despareció.

- Se fue a acostar, en un rato viene la médica – cuenta el enfermero de los cólicos.

Más tarde cae un ex alcohólico terminal, cuyo hígado fue consumido por la cirrosis, al cual le colocarán un suero con algún calmante para que le aplaque los grandes dolores que sufre. El hombre del dolor de pecho que aguardó a que alguien de la guardia se desocupara para atenderlo, es dejado en observación. Mañana tendrá listos los análisis de sangre, pues al parecer no sufrió ningún infarto, un esfuerzo indebido le produjo tal malestar. Cuando lo estaban colocando en una silla de ruedas para llevarlo a una habitación confesó que trabaja en un lugar donde levanta cajas.
El día amanece nublado y en las calles flota un vapor denso que pronostica otro día mojado. En un par de horas los médicos se irán reemplazando para ir a descansar a sus casas luego de una noche en vela. El enfermero de la barriga abultada sale afuera y examina la mañana. Habla por celular con alguien y asiente con seguridad las preguntas que recibe del otro lado. Cuando corta me cuenta que lo invitaron a comer un asado, parece haberse olvidado de los cólicos. A sus espaldas asoma el hombre de seguridad, que escapa del hospital enfundado en un camperón oscuro. Dice que ya no está para estos trotes, que se siente viejo. Sale caminado hacia el centro por la avenida Calixto Calderón y se pierde en la neblina matinal. El enfermero se sienta en un banco ubicado al lado de la puerta de entrada, apoya la cabeza contra una pared y cierra los ojos. El teléfono le suena de nuevo. No atiende, está dormido.

martes, 7 de mayo de 2013

Rabindranah Tagore - ("Voto" y "Los niños") Mini bio - Foto

Tagore

Poeta y filósofo indio, premio Nobel, que contribuyó a estrechar el entendimiento mutuo entre las civilizaciones occidental e india. Su nombre en bengalí es Ravìndranatha Thakura y nació en Calcuta en el seno de una familia acomodada, hijo del filósofo Debendranath Tagore. Empezó a escribir poesía de niño y publicó su primer libro a los 17 años. Después de una breve estancia en Inglaterra (1878) donde estudió Derecho, volvió a la India, y pronto se convertiría en el autor más importante y famoso de la época colonial. Escribió poesía, cuentos, novelas y obras de teatro, y además compuso centenares de canciones populares. En 1929 empezó también a pintar. Internacionalista decidido y educador, en 1901 fundó en su propiedad bengalí la escuela Santiniketan, para la enseñanza de una mezcla de filosofías orientales y occidentales, que en 1921 se convertiría en la Universidad Internacional Visva-Bharati. También viajó y dió conferencias por todo el mundo. Tagore escribió en lengua bengalí. Su obra, muy imaginativa y profundamente religiosa, está impregnada por su amor a la naturaleza y a su tierra. En 1913, le fue concedido el Premio Nobel de Literatura y en 1915 el rey Jorge V le nombró caballero, título al que renunció tras la matanza de Amritsar en 1919, cuando las tropas británicas mataron a 400 manifestantes indios. Muchas de sus obras fueron traducidas al español por Zenovia Camprubí.

Voto

Dímelo con tus ojos y cogeré los frutos de mi huerto en donde el tiempo se ha trocado en dulzura y con ellos llenaré una cesta que tenga forma de corazón o de navío para ti que estás tan lejos, en el jardín de la tarde.
La estación avanza, avanza con pie dorado, llena de grave esplendor. 
La flauta del nostálgico calla en la sombra. Dímelo con tu silencio y la flauta gemirá por ti, entre todas la más lejana.
Dímelo apenas con tu sonrisa y me daré a la vela sobre el río, hacia ti, rodeada por la lejanía. El viento de marzo se levanta e infla el pecho de las velas y las olas.
Mi huerto exhala toda su alma a la hora entristecida en que la luz cierra sus párpados. Llámame con tu alma desde tu casa, en la playa de la lejanía, 
al otro lado del crepúsculo.

Los niños

En la última playa del mundo los niños se reúnen. El infinito azul está a su lado, al alcance de sus manos. En la orilla del mundo, más allá de la luna, los niños se reúnen, y ríen, gritan y bailan entre una nube de oro. Con la arena rosa, dorada, violeta -en el alba, al medio día, por la tarde- edifican sus casas volanderas. Y juegan con las menudas conchas vacías. Y con las hojas secas aparejan sus barcas y, sonriendo, las echan al insondable mar. Los niños juegan en la ribera del mundo, más allá del cielo.
No saben navegar, ni saben lanzar las redes. Los niños pescadores de perlas se hunden en el mar y, al alba, los mercaderes se hacen a la vela; los niños entretanto acumulan guijarros de colores y luego, sonriendo, los dispersan.
No buscan tesoros escondidos, ni saben echar las redes.
Sube la marea, con su ancha risa, y la playa, sonríe con su pálido resplandor.
Las ondas en que habita la muerte cantan para los niños baladas sin sentido, como canta una madre que mece la cuna de su hijo. La ola baila y juega con los niños y la playa sonríe con su pálido resplandor.
En la última ribera del mundo los niños se reúnen. Pasa la tempestad por el cielo solitario, zozobran los navíos en el océano sin caminos, anda la muerte, anda la muerte, y los niños juegan, entre una nube de oro. 
En la orilla del mundo, más allá de la luna, los niños se reúnen en inmensa asamblea de risas y de danzas y de juegos y de cantos.