jueves, 25 de abril de 2013

Invitación



Invito a los lectores de cercano y ajeno a ir a las entradas antiguas. A menudo, por falta de tiempo, nos perdemos excelentes publicaciones.
Les deseo un muy buen viaje por estas páginas!!

viernes, 19 de abril de 2013

"Los extraños" Ilustración de tapa por Gabo Acosta


Los extraños

En la tenebrosa región de los que no están vivos ni tampoco muertos, las criaturas vagan, sedientas por conocer su origen. Están furiosas y tristes a la vez, avergonzadas por no encajar en ningún lado.
Temidos y odiados por sus vecinos (pues nada acrecienta más el odio que el miedo) descansan de día bajo un manto de tierra fría, para erguirse aturdidos con las primeras sombras.
A veces sus sentidos los engañan,  y pueden confundir un día muy nublado con el atardecer. Entonces terminan apaleados y heridos por las armas más letales que posean los vivos.
Pero cada anochecer deben retomar su extraña existencia, y balanceándose y babeando, caminan en busca de raíces y pequeñas alimañas que sigan manteniendo su no-vida, su no-muerte.
Yo los he visto desde mi ventana, confundidos con el ramaje que puebla el campo. Se agitan oscuramente bajo la lluvia o las estrellas, mientras sollozan por lo bajo. Ya no les temo.  Se que algunos llegan hasta el cobertizo para buscar frutas, queso o miel.
Y antes de que amanezca desaparecen bajo las ramas de los nísperos y paraísos, mientras el viento arrastra lejos sus gemidos.

Nedda

Ciudatii

Ïn tenebroasa regiune a celor ce nu sun în viatà si nici râposati, ciudatele creaturi râtâcese dornice sâ-si afle obärsia. Sunt furioase si triste în acelasi timp, rusinate câ nu îsi gâsesc locul nicâieri.
Temute si urâte de vecini (nimic nu întrece mai mult ura decât frica) se odhinesc ziua pe o manta rece de pamânt, pentru a se ridica clàtindundu-se odatà cu primele umbre.
Uneori se întâmpla sà confunde o zi mai noroasà cu amurgul, iar atunci sfârsesc prin a fi bàtute sau rànite cu armele cele mai letale pe care le pot tine oamenii în mânà.
Dar cu fiecare càdere a noptii trebuie sà ia de la capàt strania lor existentà si, salivând, bântuie în càutare de ràdàcine si vietàti mici, ca sà-si poatà continua ne-viata, ne-moartea.
I-am vàzut adesea la ferestre, confundându-se cu ràmurisul care împânzeste câmpul. Se agità în întuneric sub ploaie sau sub stele, oftând din adâncul ràrunchilor. Nu mi-e teamà de ei, si stiu cà unii ajung pânà la colibà, ca sà caute fructe, brânzà sau miere.
Apoi, înainte de ivirea zorilor, dispar sub ramurile copacilor, pe când vântul duce pânà departe gemetele lor.

Nedda.


jueves, 11 de abril de 2013

Mini biografía y caricatura de Clarice Lispector


Nacida en una aldea perdida de Ucrania, Clarice Lispector (1920-1977) llegó a Brasil con su familia, huyendo de los pogroms rusos, a los dos meses de edad. Desde su primera novela, Cerca del Corazón Salvaje, escrita con apenas veinticuatro años hasta Un Soplo de Vida, libro que no logró concluir en vida, la escritora publicó nueve novelas y cerca de setenta relatos en los que se manifiesta como una de las voces más intensas y hondas de nuestro siglo. Con un lenguaje sencillo describe diferentes apariciones de lo sagrado en la vida cotidiana. Por citar dos ejemplos: La belleza de una rosa, en el relato La Imitación de la Rosa, de su libro Lazos de Familia (Montesinos, 1988), lleva a la locura a su protagonista, Laura. La aparición de una cucaracha, en La Pasión segœn G.H. (Península, 1988), conduce a la protagonista del libro a un encuentro con el nœcleo del ser, un ser que comparte con el insecto como mujer y autora del estremecedor relato, y como ser vivo.

Judía de origen, empapada en la tradición hebraica por influjo familiar, rastreó en las honduras del corazón humano a la busca de una huella de la divinidad. Sus obras son crónicas de esa indagación siguiendo la tradición del cuento hasídico tal corno la define Martin Buber: "El relato es mucho más que una simple reflexión. (...) El milagro, al ser narrado, adquiere nueva fuerza; el poder que una vez fuera activo se difunde en la palabra viviente". Aunque la personalidad de la escritora brasileña huyera de cualquier credo religioso, sus primeros años de vida marcaron su relación con la literatura que, en sus palabras, "debe tener objetivos profundos y universales: Debe hacer reflexionar y preguntar sobre el sentido de la vida y, principalmente, debe interrogar sobre el destino del hombre en la vida".

"Quiero escribir el borrón rojo de la sangre con gotas y coágulos goteando de dentro para dentro. Quiero escribir amarillo-oro con rayos translœcidos. Que no me entiendan poco me importa. Nada tengo que perder. Me lo juego todo en la violencia que siempre me habitó, el grito áspero y agudo y prolongado, el grito que yo, por falso respeto humano, no di. Mas aquí va mi berrido rasgando las profundas entrañas de donde brota el estertor que ambiciono. Quiero abarcar el mundo con el terremoto causado por el grito".

En la madrugada de 1966 la escritora durmió con un cigarrillo prendido, provocando un incendio que destruyó completamente su dormitorio. Con quemaduras en gran parte del cuerpo, pasó algunos meses en el hospital. Su mano derecha, muy afectada, casi tuvo que ser amputada por los médicos y jamás recuperó la movilidad de antes. El incidente repercutió profundamente en su estado de ánimo, y las cicatrices y marcas en el cuerpo le causaron frecuentes depresiones, a pesar del amparo de amigos. Entre el final de la década de 60 y principio de los años 70 publicó libros infantiles y algunas traducciones y adaptaciones de obras extranjeras, obteniendo un rampante reconocimiento e impartiendo charlas y conferencias en distintas universidades de Brasil.

Murió en Río de Janeiro el 9 de diciembre de 1977 a los 56 años, víctima de un cáncer de ovario, algunos meses después de publicarse su última novela La hora de la estrella.

Restos de carnaval - Clarice Lispector


No, no del último carnaval. Pero éste, no sé por qué, me transportó a mi infancia y a los miércoles de ceniza en las calles muertas donde revoloteaban despojos de serpentinas y confeti. Una que otra beata, con la cabeza cubierta por un velo, iba a la iglesia, atravesando la calle tan extremadamente vacía que sigue al carnaval. Hasta que llegase el próximo año. Y cuando se acercaba la fiesta, ¿cómo explicar la agitación íntima que me invadía? Como si al fin el mundo, de retoño que era, se abriese en gran rosa escarlata. Como si las calles y las plazas de Recife explicasen al fin para qué las habían construido. Como si voces humanas cantasen finalmente la capacidad de placer que se mantenía secreta en mí. El carnaval era mío, mío.

En la realidad, sin embargo, yo poco participaba. Nunca había ido a un baile infantil, nunca me habían disfrazado. En compensación me dejaban quedar hasta las once de la noche en la puerta, al pie de la escalera del departamento de dos pisos, donde vivíamos, mirando ávidamente cómo se divertían los demás. Dos cosas preciosas conseguía yo entonces, y las economizaba con avaricia para que me durasen los tres días: un atomizador de perfume, y una bolsa de confeti. Ah, se está poniendo difícil escribir. Porque siento cómo se me va a ensombrecer el corazón al constatar que, aun incorporándome tan poco a la alegría, tan sedienta estaba yo que en un abrir y cerrar de ojos me transformaba en una niña feliz.

¿Y las máscaras? Tenía miedo, pero era un miedo vital y necesario porque coincidía con la sospecha más profunda de que también el rostro humano era una especie de máscara. Si un enmascarado hablaba conmigo en la puerta al pie de la escalera, de pronto yo entraba en contacto indispensable con mi mundo interior, que no estaba hecho sólo de duendes y príncipes encantados, sino de personas con su propio misterio. Hasta el susto que me daban los enmascarados era, pues, esencial para mí.

No me disfrazaban: en medio de las preocupaciones por la enfermedad de mi madre, a nadie en la casa se le pasaba por la cabeza el carnaval de la pequeña. Pero yo le pedía a una de mis hermanas que me rizara esos cabellos lacios que tanto disgusto me causaban, y al menos durante tres días al año podía jactarme de tener cabellos rizados. En esos tres días, además, mi hermana complacía mi intenso sueño de ser muchacha -yo apenas podía con las ganas de salir de una infancia vulnerable- y me pintaba la boca con pintalabios muy fuerte pasándome el colorete también por las mejillas. Entonces me sentía bonita y femenina, escapaba de la niñez.

Pero hubo un carnaval diferente a los otros. Tan milagroso que yo no lograba creer que me fuese dado tanto; yo, que ya había aprendido a pedir poco. Ocurrió que la madre de una amiga mía había resuelto disfrazar a la hija, y en el figurín el nombre del disfraz era Rosa. Por lo tanto, había comprado hojas y hojas de papel crepé de color rosa, con las cuales, supongo, pretendía imitar los pétalos de una flor. Boquiabierta, yo veía cómo el disfraz iba cobrando forma y creándose poco a poco. Aunque el papel crepé no se pareciese ni de lejos a los pétalos, yo pensaba seriamente que era uno de los disfraces más bonitos que había visto jamás.

Fue entonces cuando, por simple casualidad, sucedió lo inesperado: sobró papel crepé, y mucho. Y la mamá de mi amiga -respondiendo tal vez a mi muda llamada, a mi muda envidia desesperada, o por pura bondad, ya que sobraba papel- decidió hacer para mí también un disfraz de rosa con el material sobrante. Aquel carnaval, pues, yo iba a conseguir por primera vez en la vida lo que siempre había querido: iba a ser otra aunque no yo misma.

Ya los preparativos me atontaban de felicidad. Nunca me había sentido tan ocupada: minuciosamente calculábamos todo con mi amiga, debajo del disfraz nos pondríamos un fondo de manera que, si llovía y el disfraz llegaba a derretirse, por lo menos quedaríamos vestidas hasta cierto punto. (Ante la sola idea de que una lluvia repentina nos dejase, con nuestros pudores femeninos de ocho años, con el fondo en plena calle, nos moríamos de vergüenza; pero no: ¡Dios iba a ayudarnos! ¡No llovería!) En cuanto a que mi disfraz sólo existiera gracias a las sobras de otro, tragué con algún dolor mi orgullo, que siempre había sido feroz, y acepté humildemente lo que el destino me daba de limosna.

¿Pero por qué justamente aquel carnaval, el único de disfraz, tuvo que ser melancólico? El domingo me pusieron los tubos en el pelo por la mañana temprano para que en la tarde los rizos estuvieran firmes. Pero tal era la ansiedad que los minutos no pasaban. ¡Al fin, al fin! Dieron las tres de la tarde: con cuidado, para no rasgar el papel, me vestí de rosa.

Muchas cosas peores que me pasaron ya las he perdonado. Ésta, sin embargo, no puedo entenderla ni siquiera hoy: ¿es irracional el juego de dados de un destino? Es despiadado. Cuando ya estaba vestida de papel crepé todo armado, todavía con los tubos puestos y sin pintalabios ni colorete, de pronto la salud de mi madre empeoró mucho, en casa se produjo un alboroto repentino y me mandaron en seguida a comprar una medicina a la farmacia. Yo fui corriendo vestida de rosa -pero el rostro no llevaba aún la máscara de muchacha que debía cubrir la expuesta vida infantil-, fui corriendo, corriendo, perpleja, atónita, ente serpentinas, confeti y gritos de carnaval. La alegría de los otros me sorprendía.

Cuando horas después en casa se calmó la atmósfera, mi hermana me pintó y me peinó. Pero algo había muerto en mí. Y, como en las historias que había leído, donde las hadas encantaban y desencantaban a las personas, a mí me habían desencantado: ya no era una rosa, había vuelto a ser una simple niña. Bajé la calle; de pie allí no era ya una flor sino un pensativo payaso de labios encarnados. A veces, en mi hambre de sentir el éxtasis, empezaba a ponerme alegre, pero con remordimiento me acordaba del grave estado de mi madre y volvía a morirme.

Sólo horas después llegó la salvación. Y si me apresuré a aferrarme a ella fue por lo mucho que necesitaba salvarme. Un chico de doce años, que para mí ya era un muchacho, ese chico muy guapo se paró frente a mí y con una mezcla de cariño, grosería, broma y sensualidad me cubrió el pelo, ya lacio, de confeti: por un instante permanecimos enfrentados, sonriendo, sin hablar. Y entonces yo, mujercita de ocho años, consideré durante el resto de la noche que al fin alguien me había reconocido; era, sí, una rosa.