martes, 17 de abril de 2012

La trampa de Garganciano


Expedición primera o la trampa de Garganciano

Cuando el Cosmos no estaba tan desajustado como hoy día y todas las estrellas guardaban un buen orden, de modo que era fácil contarlas de izquierda a derecha o de arriba abajo, reunidas además en un grupo aparte las de mayor tamaño y más azules, y las pequeñas y amarillentas, como cuerpos de segunda categoría, metidas por los rincones; cuando en el espacio no se vislumbraba ni rastro de polvo, suciedad y basura de las nebulosas, en aquellos viejos tiempos, tan buenos, existía la costumbre de que los
constructores con Diploma de Omnipotencia Perpetua con nota sobresaliente fueran de vez en cuando de viaje para llevar a pueblos remotos ayuda y buenos consejos. Ocurrió, pues, que de acuerdo con esa tradición se pusieron en camino Trurl y Clapaucio, a quienes crear y apagar las estrellas no les costaba más que a ti cascar las nueces.
Cuando la inmensidad del abismo recorrido hubo borrado en ellos el último recuerdo del cielo patrio, vieron ante sí un planeta, ni demasiado pequeño ni demasiado grande, de tamaño muy apropiado, con un solo continente. Exactamente por el medio corría una línea roja y todo lo que había a un lado era dorado, y todo lo del otro rosado. Los constructores comprendieron en seguida que se trataba en este caso de dos estados vecinos, y decidieron celebrar un consejo antes de aterrizar.
—Puesto que aquí hay dos estados —dijo Trurl—, es de justicia que tú te dirijas a uno y yo al otro. Así nadie saldrá perjudicado.
—Me parece bien —contestó Clapaucio—, pero ¿qué hacemos si nos piden material de guerra? Puede ocurrir.
—Es cierto, pueden exigirnos armamentos, incluso milagrosos —convino Trurl—.
Decidamos que se los negaremos en redondo.
— ¿Y si insisten con violencia? —objetó Clapaucio—. No sería nada nuevo.
—Vamos a verlo en seguida —dijo Trurl, y conectó la radio, de la cual salió, atronadora, una entusiasta marcha militar.
—Tengo una idea —dilo Clapaucio, apagando la radio—. Podemos aplicar la receta de Garganciano. ¿Qué te parece?
— ¡Ah...! ¡La receta de Garganciano! —exclamó Trurl—. No he oído nunca que nadie la usara. Pero podemos ser nosotros los primeros en hacerlo. ¿Por qué no?
—Tú y yo estaremos dispuestos a aplicarla, pero es imprescindible que lo hagamos los dos, si no, todo puede terminar bastante mal.
— ¡Oh! Es muy fácil —dijo Trurl. Sacó del bolsillo una cajita de oro y la abrió. Dentro había, sobre un forro de terciopelo, dos bolitas blancas—. Toma una, yo guardaré la otra.
Mira bien la tuya cada noche; si se pone rosada, significará que apliqué la receta.
Entonces tú haces lo mismo.
—De acuerdo. Decidido —dijo Clapaucio, y guardó la bolita, después de lo cual
aterrizaron, se abrazaron y se pusieron en marcha en direcciones opuestas.
El estado que tocó en suerte a Trurl era gobernado por el rey Monstrogrito, militarista convencido como todos sus antepasados, y, además, su tacañería tenía una dimensión verdaderamente cósmica. Para aliviar el presupuesto nacional derogó todas las penas a excepción de la capital. Su pasatiempo favorito era la liquidación de funcionarios superfluos, pero desde que había suprimido el cargo de verdugo todos los sentenciados tenían que decapitarse solos o, en el caso de favor real excepcional, con la ayuda de los
familiares más allegados. Entre las artes fomentaba sólo las que no exigían mayores gastos, tales como la recitación a coro, juego de ajedrez y gimnasia militar. En general, apreciaba enormemente todo arte guerrero, ya que las contiendas victoriosas suelen traer notables ganancias; por otra parte, sólo se puede preparar bien una guerra en tiempos de paz, razón por la cual el rey la toleraba, aunque no excesivamente. La reforma más grande de Monstrogrito fue la nacionalización de la alta traición. Como el país vecino le enviaba espías, el monarca creó la función de Vendedor alias Vendido de la Corona, quien transmitía a un precio elevado secretos estatales a los agentes del enemigo; los que mejor se vendían eran los anticuados, porque costaban menos. A los agentes les convenía gastar poco, ya que tenían que pasar cuentas con la tesorería de su país.

Los súbditos de Monstrogrito se levantaban temprano, vestían modestamente y se acostaban tarde, porque trabajaban mucho. Preparaban sacos de tierra y harinas para las fortificaciones, fabricaban armas y denuncias. Para que el estado no se viniese abajo por exceso de estas últimas (una crisis de esta clase se produjo durante el reinado de Bartolino el de Cien Ojos, cientos de años atrás), la persona que hacía demasiadas denuncias tenía que pagar un impuesto especial de lujo. Así pues, el asunto se mantenía a un nivel razonable. Al llegar a la corte de Monstrogrito, Trurl le ofreció sus servicios.
Como era de suponer, el rey ordenó que le construyera unas potentes armas de guerra.
Trurl pidió un plazo de tres días para reflexionar y, cuando estuvo solo en el modesto aposento que le fue asignado, miró la bolita en la cajita de oro. Era blanca, pero, mientras la observaba, empezó a ponerse rosa lentamente.
« ¡Ajá! —pensó—. ¡Echemos mano de Garganciano!», y se puso a leer las instrucciones secretas.
Mientras tanto, Clapaucio se encontraba en el otro estado, donde gobernaba el
poderoso rey Monstropito. Allí todo era muy diferente a lo de Monstrogriteria. Este monarca adoraba también las marchas guerreras y las batallas, destinaba también mucho dinero para los armamentos, pero lo hacía de manera ilustrada porque era un rey de gran sensibilidad y amante de las artes como nadie. Rendía culto a los uniformes, los cordones dorados, los galones y las borlas, fajines, ujieres con campanitas, acorazados y charreteras. Era muy sensible: cada vez que botaba un nuevo acorazado temblaba de pies a cabeza. No escatimaba medios a los pintores de batallas, pagándoles, por razones
patrióticas, según la cantidad de enemigos caídos, así que en los cuadros que abundaban en el reino se amontonaban hasta el cielo montañas de cadáveres del enemigo. Su estilo de gobernar era el absolutismo ilustrado y la severidad matizada de magnanimidad. Cada año, el día del aniversario de su advenimiento al trono, introducía una reforma nueva. Una vez decretó que se adornaran con flores todas las guillotinas, otra, mandó engrasarlas
para que no chirriaran, otra, dorar las hachas de los verdugos, exigiendo, por motivos humanitarios, que se las afilase bien. Tenía un alma generosa, pero no aprobaba el despilfarro, por cuya razón promulgó un decreto especial que normalizaba todas las ruedas, palos, tornillos y cadenas. Las decapitaciones de los desviacionistas, por otra parte poco frecuentes, se celebraban a bombo y platillo, con lujo, orden y disciplina, con consuelo espiritual, extremaunción, entre cuadriláteros de tropa formada con uniformes rebosantes de galones y borlas. El sabio monarca profesaba una teoría que llevaba a la práctica: la de la felicidad universal. Es bien sabido que el hombre no ríe porque está alegre, sino que está alegre porque ríe. Cuando todos dicen que las cosas van
perfectamente bien, el ambiente mejora en seguida. Los súbditos de Monstropito tenían, pues, la obligación de repetir en voz alta, por su propio bien naturalmente, que todo les iba a pedir de boca; el rey cambió la antigua fórmula de saludo, poco explícita, «Buenos días», por una más ventajosa «Qué bien.» Los niños hasta la edad de catorce años tenían permiso para decir «¡Olé!», y los ancianos «¡Enhorabuena!”
Monstropito se alegraba mucho, viendo cómo se fortalecía el espíritu del pueblo, cuando, al pasar por las calles en una carroza cuyas formas recordaban las de un acorazado, miraba las vitoreantes muchedumbres y oía sus «¡Olés!», «¡Quebienes!» y «¡Enhorabuenas!», a las que se dignaba contestar con un gesto de su mano real.
Demócrata en el alma, le gustaba mucho entablar cortas charlas con los viejos soldados, veteranos de innúmeras batallas, y no se cansaba nunca de oír relatos guerreros que se contaban en torno a los fuegos de campamento. A veces, al recibir a un dignatario extranjero, se golpeaba de pronto la rodilla con el cetro, exclamando: «¡A ellos!», o «¡Quitadme de aquí este acorazado, muchachos!», o «¡Que me ahorquen!», ya que por encima de todo amaba y admiraba el vigor y el coraje de sus fieles huestes, pies de cerdo guisados con alcohol puro, pan seco, cañones y balas.
Por eso, si se sentía triste, hacía  desfilar ante sí regimientos que cantaban: Tropa fileteada, Vidas de marra, todos chatarra.
El tornillo suena, yo no tengo pena, o bien la antigua marcha real: Del enemigo la coraza es mas blanda que melaza. El rey ordenó que, cuando muriera, la vieja guardia cantara junto a su tumba su canción preferida: El robot viejo ha de herrumbrarse.
Clapaucio no consiguió llegar directamente a la corte del monarca. En el primer pueblo que encontró llamó a varias casas, pero nadie le abrió la puerta. En las calles no había un alma. De pronto vio a un niño pequeño que se le acercaba.
— ¿Compra usted? —preguntó la vocecita infantil—. Vendo barato.
—Tal vez compre, pero ¿qué? —preguntó Clapaucio, sorprendido.
—Un secretito de estado —contestó el niño, enseñándole por el escote de la camiseta el borde de un pleno de movilización.
Clapaucio se sorprendió todavía más y dijo:
—No, pequeño, no me hace falta. ¿Sabes dónde vive el alcalde?
— ¿Para qué necesita al alcalde? —preguntó el niño, que ceceaba.
—Para hablar de una cosa.
— ¿A solas?
—Puede ser a solas.
— ¿Entonces busca un agente? Mi papá le iría bien. Es de fiar y no cobra mucho.
—Enséñame, pues, a ese papá tuyo —dijo Clapaucio, viendo que no había otro modo de terminar con aquella conversación. El pequeñín lo condujo a una de las casas; dentro, en torno a una lámpara encendida, aunque era de día, estaba reunida toda la familia: el anciano abuelo sentado en una mecedora, la abuela haciendo media y toda su progenie, madura y fuerte, ocupada en lo suyo, como suele pasar en las casas.
Al ver a Clapaucio se levantaron y se abalanzaron sobre él; resultó que las agujas de hacer media eran esposas, la lámpara un micrófono, y la abuela, el jefe de policía local.
«Debe de ser un malentendido», pensó Clapaucio cuando, después de darle una paliza, le echaron al calabozo. Esperó con paciencia toda la noche, ya que de todos modos no podía hacer otra cosa. Vino el alba, cubriendo de plata las telarañas de las paredes de piedra y los restos herrumbrosos de antiguos prisioneros; al cabo de un rato se lo llevaron para que prestara declaración. Se descubrió entonces que tanto el pueblo como las casas y el niño estaban puestos allí adrede para engañar a los viles espías del enemigo.
Clapaucio no corría el riesgo de ser juzgado, ya que el procedimiento era corto.
Por el intento de entrar en contacto con el papá-vendedor de secretos le tocaba la guillotinación de tercera clase, puesto que la administración local ya había gastado los fondos destinados en el presupuesto de aquel año a sobornar a los espías de fuera, y además Clapaucio, por su parte, a pesar de todas las insistencias, no quería comprar ningún secreto de estado.
El hecho de no llevar encima una suma importante de dinero constituía un cargo supletorio contra él.
Clapaucio decía y volvía a decir siempre lo mismo en su defensa, pero el oficial que le tomaba la declaración no creía sus palabras y, además, aunque hubiera querido liberarlo, no era de su incumbencia hacerlo. No obstante, el asunto fue transmitido a una instancia superior, sometiéndose mientras tanto a Clapaucio a tortura, más bien por el sentido del deber que por necesidad. Una semana
después la situación tomó un cariz favorable: el reo, arreglado y limpio, fue enviado a la capital, donde, habiendo aprendido las normas de la etiqueta cortesana, obtuvo el honor de ser recibido en audiencia privada por el rey. Le dieron incluso una trompeta, ya que en lugares oficiales cada ciudadano anunciaba su llegada y su marcha con un trompeteo; la disciplina era tan rígida que en todo el estado la salida del sol no valía sin un toque de corneta.
Monstropito pidió, naturalmente, armas nuevas; Clapaucio prometió cumplir el deseo del monarca, asegurándole que su invento iba a revolucionar las mismas bases de la acción bélica.
«¿Qué ejército es invencible?», preguntó, dando en seguida la respuesta:
—El que tiene mejores jefes y soldados más disciplinados. El jefe da órdenes y el soldado obedece; el primero tiene que ser, pues, inteligente y el segundo, disciplinado.
Sin embargo, la sabiduría de un intelecto, incluso militar, está sujeta a unos límites naturales. Por otra parte, un jefe genial puede topar con otro igualmente dotado. Puede caer también en el campo de honor dejando huérfana a su tropa, o bien hacer otra cosa mucho peor todavía, si, acostumbrado profesionalmente a pensar, acaricia el sueño de hacerse con el poder.
¿No es acaso peligrosa una banda de oficiales superiores cubiertos de orín en los campos de batalla a quienes el esfuerzo mental bélico reblandeció tanto las
meninges que empiezan a soñar con el trono? ¿No fue acaso este el fin de numerosos reinados?
De esto se deduce claramente que los jefes son solamente un mal necesario; se trata, por tanto, de liquidar esa necesidad. La disciplina de un ejército consiste en hacer cumplir al pie de la letra las órdenes recibidas. El ideal reglamentario sería una tropa que convirtiera miles de pechos y pensamientos en un solo pecho, un solo pensamiento, una sola voluntad. A este fin sirve todo el reglamento, la instrucción militar, las maniobras y el entrenamiento. Pero la perfección inalcanzable hasta ahora se lograría ideando un ejército que actuara literalmente como un solo hombre, siendo él mismo el autor y el realizador de sus propios planos estratégicos. ¿Quién representa la personificación de este ideal? Únicamente el individuo, ya que a nadie escuchamos con tanto placer como a nosotros mismos, y nunca se cumplen las órdenes con tanto entusiasmo como cuando uno se las da a sí mismo. Además, el individuo no puede ser dispersado por el enemigo, negarse a obedecer sus propias disposiciones, ni conspirar contra sí mismo. Lo esencial es, pues, convertir el afán de obediencia, el amor propio que posee todo el mundo en la propiedad de miles de soldados. ¿Cómo hacerlo?
Aquí Clapaucio pasó a explicar al rey, todo oídos, las ideas del maestro Garganciano, sencillas como todo lo genial.
—A cada soldado —aclaró— se le atornilla una clavija delante y un enchufe detrás. A la orden: «¡Unirse!», las clavijas saltan en los enchufes, y allí donde un momento antes se encontraba una banda de civiles, aparece una formación de tropa perfecta. Cuando todas las mentes por separado, ocupadas hasta entonces en las tonterías de la vida fuera del cuartel, se confunden en la uniformidad literal del espíritu militar, aparece automáticamente no sólo la disciplina, fácil de constatar, puesto que toda la tropa hace lo mismo siendo un solo espíritu en millones de cuerpos, sino también la sabiduría, en directa proporción al número de soldados. Un pelotón posee la psiquis de suboficial; una compañía es tan inteligente como un capitán de estado mayor; un batallón, como un coronel diplomado, y la división, aun de reserva, vale tanto como todos los estrategas juntos.
Así se pueden conseguir formaciones de una genialidad estremecedora. No hay que temer una falta de disciplina, no puede haberla, ya que ¿quién no se obedece a sí mismo? Este procedimiento termina con los antojos y caprichos individuales, con la eventual incapacidad de los jefes, con sus mutuas envidias, emulaciones y conflictos; una vez unidas las formaciones, no deben volver a separarse, ya que en caso contrario sólo provocaríamos un caos. ¡Ejército sin jefes, jefe de sí mismo, he aquí mi idea!
Con estas palabras terminó Clapaucio su discurso, que dejó una profunda impresión en el rey.
—Váyase a su acantonamiento —dijo finalmente el monarca— y yo deliberaré con mi estado mayor...
—¡Oh, no lo haga, Majestad! —exclamó astutamente Clapaucio, fingiendo una gran turbación—. El emperador Turbuleón obró así y su estado mayor, defendiendo sus propios empleos, saboteó el proyecto. Poco tiempo después, el vecino de Turbuleón, el rey Esmalteo, atacó con su ejército reformado el estado del emperador y lo devastó a pesar de que el número de sus soldados era ocho veces menor
Después de decir esto, Clapaucio se marchó al apartamento que le fue asignado y miró la bolita; viendo que se había puesto de color de remolacha, comprendió que Trurl había hecho el mismo trabajo que él en el estado del rey Monstrogrito. Pronto el rey en persona le encargó la transformación de un pelotón de infantería: la pequeña formación, unida espiritualmente en un solo ser, gritó: «¡Muerte! Muerte!» y, rodando colina abajo sobre tres escuadrones de coraceros reales, armados hasta los dientes y acaudillados por seis profesores de la Academia del Estado Mayor, los convirtió en papilla. Se apenaron mucho todos los mariscales de campo y capitanes generales, almirantes y contraalmirantes, jubilados inmediatamente por el rey, quien, convencido totalmente de las ventajas del sagaz invento, dio a Clapaucio la orden de transformar toda su tropa.
En seguida las fábricas de armamento y piezas eléctricas empezaron a producir día y noche vagones de clavijas que se atornillaban, en sitios previstos, en todos los cuarteles.
Clapaucio iba inspeccionando guarnición tras guarnición, con el pecho cubierto de condecoraciones concedidas por el rey. Trurl se afanaba de idéntica manera en el país de Monstrogrito, pero tuvo que contentarse, a causa de la notoria afición de aquel monarca al ahorro, con el título vitalicio de Gran Vendedor de la Patria. Así pues, ambos estados se preparaban a la acción bélica. En la fiebre de la movilización se aprestaban tanto las armas convencionales como nucleares, restregando desde el alba hasta la noche cerrada cañones y átomos, para que brillaran conforme al reglamento. Los constructores que ya no tenían nada que hacer allí, recogían disimuladamente sus cosas, para reunirse en el momento oportuno en el lugar previsto, junto a la nave escondida en el bosque.
Mientras tanto, cosas muy extrañas ocurrían en los cuarteles, sobre todo en los de infantería. Las compañías ya no necesitaban aprender la instrucción militar ni hacer el recuento para conocer el número de los soldados, del mismo modo que nadie confunde su pierna izquierda con la derecha, ni calcular para saber si tiene dos. Daba gusto ver cómo las formaciones reorganizadas desfilaban, cómo obedecían a «¡Vuelta a la zquierda!» y «¡Firmes!» Después de la instrucción, en cambio, unas compañías charlaban animadamente con otras, gritando por las ventanas abiertas de los acantonamientos frases sobre el concepto de la verdad coherente, juicios analíticos y sintéticos a priori y razonamientos sobre la existencia in se; éste era ya el nivel alcanzado por la inteligencia colectiva, cuyo trabajo mental condujo a elaborar leyes de filosofía, hasta que un batallón llegó a un solipsismo total, proclamando que fuera de él no existía concretamente nada. Puesto que de ello se deducía que no había ni monarca ni enemigo, hubo que volver a separar en secreto a sus soldados, e incorporarlos en las unidades adscritas al realismo epistemológico. Según parece, y simultáneamente, en el estado de Monstrogrito la sexta división de comandos se pasó de los ejercicios de cargar el arma a los ejercicios místicos y,  sumida en la contemplación, por poco se sume en un torrente.
No se conocen bien los pormenores del acontecimiento; lo cierto es que justo entonces fue declarada la guerra y los batallones, en medio de un gran estruendo de hierros, empezaron a avanzar lentamente por ambos lados hacia la frontera.
La ley del maestro Garganciano funcionaba con una perfección implacable. Cuando unas formaciones se unían con otras, aumentaba proporcionalmente su sensibilidad artística que llegaba al máximo al nivel de la división reforzada. Por esta razón, las filas que las constituían se despistaban fácilmente corriendo tras cualquier mariposilla; cuando la columna motorizada que llevaba el glorioso nombre de Bardolimo llegó al pie de la fortaleza enemiga que debía conquistar, el plan de ataque, elaborado aquella misma noche, resultó ser un magnífico retrato de las susodichas fortificaciones, pintado, por añadidura, conforme a los cánones de la escuela abstraccionista, opuesta totalmente a las tradiciones militares. Al nivel de cuerpos de artillería se manifestaba principalmente la más profunda problemática filosófica; al mismo tiempo esas grandes unidades, por distracción característica de los seres geniales, dejaban abandonados en cualquier sitio las armas y el equipo pesado, o bien olvidaban del todo que había guerra. En cuanto a ejércitos enteros, sus almas se debatían en los múltiples complejos que suelen agobiar las individualidades muy matizadas, por lo que fue preciso poner al servicio de ambos unas brigadas psicoanalíticas motorizadas que les prodigaban durante las marchas los cuidados oportunos.
Mientras tanto, los dos ejércitos, acompañados por el incesante estruendo de tambores y trompetas, se colocaban lentamente en las posiciones iniciales previstas. Seis batallones de asalto de infantería, unidos con una brigada de morteros y un batallón de reserva, compusieron, cuando les enchufaron un pelotón de ejecución, un «Soneto sobre el Misterio de la Existencia» haciéndolo, por más señas, durante una marcha nocturna hacia su punto de destino. En ambos bandos empezaba a reinar un cierto desorden: el cuerpo marlabardo n° ochenta exclamaba que era imprescindible dar una mayor precisión al concepto «enemigo», que le parecía lastrado, hasta entonces, de contradicciones lógicas e, incluso, carente de sentido.
Las unidades de paracaidistas intentaban algoritmizar las aldeas vecinas; las filas entrechocaban, así que ambos reyes empezaron a enviar a los ayudantes de campo y enlaces extraordinarios para que impusieran el orden en sus tropas.
Sin embargo, todos, apenas frenado el galope del caballo junto al batallón indicado, apenas pronunciada una pregunta por el origen de aquel caos, entregaban inmediatamente su espíritu al espíritu del ejército. Los reyes se quedaron, pues, sin ayudantes. Se demostraba que la conciencia era una trampa terrible en la cual se entraba fácilmente, pero que no dejaba salir a nadie.
Ante la vista del mismo rey Monstrogrito, su primo, el Gran Duque Derbulión, galopó hacia las líneas deseando dar ánimos a la tropa, pero en el instante de conectarse se fundió, se confundió y dejó de existir como tal.
Viendo que las cosas iban mal, aun sin saber por qué, hizo Monstropito una señal a los doce trompetas de su séquito. La hizo también Monstrogrito a los suyos, desde la colina donde se había instalado el alto mando. Los trompetas, se metieron las boquillas en los labios, sonaron los fanfares de ambos lados de la frontera, dando por empezada la batalla. A aquella señal prolongada, los dos ejércitos se ensamblaron definitivamente en su totalidad.
El viento llevó hacia el futuro campo de batalla el formidable estruendo emitido por los contactos al cerrarse y, en el lugar de millares de granaderos y cañoneros, apuntadores y cargadores, guardias reales y artilleros, zapadores, gendarmes y comandos, nacieron dos espíritus gigantescos que se miraron con miles de ojos a través de la gran llanura, bajo unas nubes blancas. Hubo un momento de profundo silencio: ambos bandos alcanzaron la famosa culminación de la conciencia, prevista por el gran Garganciano con una precisión matemática. Lo que ocurre es que, superado un cierto límite, el militarismo, fenómeno puramente local, se convierte en civilismo, por la sencilla razón de que el Cosmos en su esencia es absolutamente civil. Y, precisamente ¡el espíritu de ambos ejércitos había alcanzado ya las dimensiones cósmicas! Aunque por fuera brillara el acero, corazas, obuses y mortíferas lanzas, por dentro se levantaron olas de un doble océano de serenidad tolerante, amistad universal e inteligencia perfecta.
Formadas en las faldas de las colinas, relucientes bajo los rayos del sol, las dos tropas se sonrieron mutuamente con cariño. Trurl y Clapaucio estaban subiendo a bordo de su nave cuando ocurrió lo que pretendían: ante la vista de los dos reyes, ennegrecidos de vergüenza y rabia, los ejércitos enemigos carraspearon, se tomaron del brazo y juntos dieron un paseo cogiendo flores silvestres bajo el cielo azul, en el campo de una batalla que no llegó a librarse.


ÍNDICE de Ciberíada

Presentación
Expedición primera, o la trampa de Garganciano.
Expedición primera A, o el electrobardo de Trurl.
Expedición segunda, o la oferta del rey Cruelio.
Expedición tercera, o los dragones de la probabilidad.
Expedición cuarta, o como Trurl se sirvio de un mujerotron para liberar al príncipe Pantarctico de las torturas del amor, y como luego tuvo que usarse un lanzaniños.
Expedición quinta, o las travesuras del rey Balerion.
Expedición quinta A, o la consulta de Trurl.
Expedición sexta, o como Trurl y Clapaucio crearon a un demonio de segunda
especie, para vencer al pirata Morron.
Expedición séptima, o cómo su propia perfección puso a Trurl en un mal trance.
Cuentos de las tres maquinas fabulistas del rey Genialon.
Altruicina, o una historia verdadera donde se cuenta como el ermitaño Bonifacio quiso hacer feliz al cosmos y cuales fueron los resultados

PRESENTACION - FABULAS DE ROBOTS PARA NO ROBOTS


En una sociedad en la que la tecnología está al servicio de unos intereses de clase 
y bajo el control de una elite altamente especializada, es comprensible que los no iniciados, ni beneficiarios— contemplen el «progreso» tecnológico con cierto recelo, cuando no con positivo temor. Un temor que, cuando faltan la información y la capacidad crítica necesarias para llegar al fondo de la cuestión, se convierte fácilmente en temor irracional a la cosa en sí —la tecnología, en este caso— en vez de centrarse en su manipulación clasista, auténtica razón de que la ciencia y la tecnología avanzada puedan constituir una amenaza. Este temor —al que cabe llamar tecnofobia— presenta dos aspectos principales: por una parte, el miedo al poder destructivo y avasallador de ciertos «logros» tecnológicos; por otra, el temor de que la máquina desplace al hombre como productor, cosa que en una sociedad equitativa y racional debería contemplarse como una gozosa liberación, pero que en la nuestra, basada en la explotación y la competencia, supone una constante amenaza para los trabajadores, y no sólo para los manuales (piénsese en los formidables avances de la cibernética)
La idoneidad del símbolo del robot para polarizar este doble temor es bastante obvia: el
robot es un «hombre mecánico», culminación simbólica de la usurpación por parte de la
máquina del lugar del hombre; como además se lo puede —y suele— imaginar
inquietamente poderoso, ya sea física, mentalmente o en ambos sentidos a la vez, se
presta muy bien para expresar la tecnofobia antes aludida.
Y, de hecho, la ciencia ficción subcultural, e incluso la de ciertas pretensiones, nos
ofrece innumerables ejemplos de robots y supercomputadoras que —como su primo
hermano, la criatura de Frankenstein— se rebelan contra su creador con funestas
consecuencias.
Sólo la ciencia ficción más seria, menos condicionada por nuestros mitos culturales
(ideológicos, en última instancia), recurre al símbolo del robot con otros fines, como el de señalar la importancia de una tecnología al servicio del hombre, o para utilizar la
implacable lógica de los cerebros electrónicos como contrapunto y/o espejo de las
contradicciones y los prejuicios humanos. Al igual que la tecnología que simboliza, el
robot es un instrumento (meramente narrativo, por ahora) lleno de posibilidades, pero
constantemente expuesto a un uso negativo.
No es éste, por cierto, el caso de la «Ciberiada» de Lem, quien ha logrado aclimatar
con éxito en este difícil terreno su fecundo talento de fabulador y, sobre todo, fabulista.
Prolongador y actualizador de esa gran corriente fantástico-satírica que pasa por los
Cyrano, los Voltaire y los Swift, Lem ha creado, con su «Ciberiada», la fábula robótica. Un tipo de fábula, además, que se aleja del tradicional camino asfaltado hacia la fácil
moraleja para adentrarse en los terrenos mucho más fértiles de la poesía, la ironía, el
humor y una fantasía que a menudo roza o penetra en el surrealismo. Todo ello con un
denso e inquietante (¿se puede hablar de Lem sin utilizar este adjetivo?) trasfondo
filosófico que el tono festivo y desenfadado de los relatos no hace sino realzar.

sábado, 14 de abril de 2012

Solaris - Levitación


Stanislav Lem


(Lvov, 1921 -Cracovia, 2006) Escritor polaco, uno de los grandes maestros de la literatura de ciencia ficción, autor de títulos como Solaris, llevada al cine en dos ocasiones con enorme éxito, Ciberíada oCongreso de futurología. Referente absoluto de la literatura fantástica, a través de sus obras, caracterizadas por el rigor científico, Lem intentó transmitir el sentimiento de abandono e indefensión del hombre frente a la vastedad del universo.
Hijo único de un matrimonio de origen judío, Stanislaw Lem inició en 1939 sus estudios de medicina, que debió abandonar tras la ocupación alemana. Los Lem lograron huir del gueto, no así la mayoría de sus familiares y amigos, que terminaron sus días en el campo de exterminio de Belzec (entre 1942 y 1943 murieron gaseadas en este campo unas 600.000 personas).
Durante la guerra, Lem trabajó como soldador y mecánico, y traficó con armas para la resistencia polaca. En 1946 se estableció en Cracovia, ciudad que ya no abandonaría. Ese mismo año publicó su primera obra, Hombre de Marte, en una revista juvenil. Dos años después, pese a sus discrepancias manifiestas con las teorías del biólogo Trofim Denisovich Lisenko, que le reportaron no pocos quebraderos de cabeza, logró terminar la carrera de medicina en la especialidad de psicología.
A la par que ejercía como médico ginecólogo, corría el riesgo de ser incorporado a filas como médico militar y abandonó la disciplina a los pocos meses; ultimó la novela realista El hospital de la transfiguración (1948), en la que relata los avatares de unos médicos en un hospital psiquiátrico de la Polonia ocupada que intentan salvar a los enfermos de un exterminio seguro.
“Abrumado por el absurdo de las circunstancias”, según diría él mismo, tras esta primera incursión abandonó el realismo social para “sortear la censura estalinista” y crear ese universo personal, de impecable factura técnica, que le daría renombre internacional. Hombre profundamente culto, sus obras aúnan y exploran disciplinas tan dispares como la psicología, la estadística, la lógica, la física o la cibernética.
De la pluma de Lem surgirían, sucesivamente, títulos de referencia como Los astronautas (1951), La nebulosa de Magallanes (1955) y Diarios de las estrellas(1957), una original obra cómica del espacio por la que fue comparado con Jonathan Swift y Lewis Carroll, y en la que aparece por vez primera su famoso personaje Ijon Tichy. Le siguieron Edén(1959), Retorno de las estrellas (1961) -su primera incursión en el subgénero psicológico-, Memorias encontradas en una bañera (1961) y la que sin duda se convertiría en su obra cumbre, Solaris (1961).
En Solaris, el psicólogo Kris Kelvin, procedente de la Tierra, es enviado a la estación de observación del planeta Solaris para reemplazar a un ocupante que ha muerto en extrañas circunstancias y averiguar qué ha ocurrido. Allí descubrirá que los dos supervivientes están al borde de la demencia y que extrañas presencias, seres fantasmales y al mismo tiempo corpóreos, deambulan por el lugar e interfieren en la vida de los humanos.
Solaris fue llevada al cine en 1972 por el director soviético Andrei Tarkovski y pronto fue considerada película de culto. Aclamado en los países del Este, el filme obtuvo el Gran Premio Especial del Jurado en el Festival Internacional de Cine de Cannes y muchos lo consideraron la respuesta soviética a 2001: Una odisea del espacio, de Stanley Kubrick. Tres décadas más tarde el realizador estadounidense Steven Soderbergh la llevó de nuevo a la gran pantalla, cosechando un rotundo éxito.
En libros posteriores, Lem, sin abandonar su tono pesimista, desarrollaría un estilo satírico-humorístico inimitable. Fábulas de robots (1964) y su continuación,Ciberíada (1965), constituyen una serie de fábulas alegóricas en las que superpone las más imaginativas posibilidades tecnológicas a los esquemas tradicionales del cuento fantástico o la leyenda medieval. En ellas aparecen también dos de sus personajes más esperpénticos: los constructores Trurl y Clapaucio.
Tras estas obras vendrían títulos como La voz de su amo (1968), Relatos del piloto Pirx (1973), la colección de reseñas de libros imaginarios Vacío perfecto(1971), en la estela de Voltaire y Borges, y Congreso de futurología, de ese mismo año, donde recupera al astronauta Ijon Tichy.
En 1973 escribió Un valor imaginario, una nueva colección de prólogos de libros no escritos, mezcla entre experimento y sátira, obra a la que sumaría, en la segunda mitad de la misma década, La investigación (1976), una novela de misterio y crímenes, de ambiente profundamente kafkiano, y La fiebre del heno, del mismo año, en la que fundía elementos de la novela negra con la ciencia ficción.
Pese a escribir sobre sociedades futuras, naves espaciales y seres cibernéticos, Lem nunca se consideró un escritor de ciencia ficción. Paradójicamente, no ocultó su desprecio por este género. Sostenía que estaba “mal pensado, pobremente escrito y, habitualmente, más interesado en la aventura que en las ideas o la forma literaria”. “Hablando de mis libros ya de madurez -Ciberíada,Fábulas de robots, etc.-, son más apólogos o cuentos filosóficos en la tradición de la literatura francesa del Siglo de las Luces que ciencia ficción. Pero siempre intenté que hubiera una base científica, siempre busqué confirmación científica de lo que yo escribía. En realidad, me considero, permítaseme el término, no un científico sino un "cientista"…o, por lo menos, eso he intentado.”
Miembro fundador de la Sociedad Polaca de Astronáutica y profesor de literatura polaca en la Universidad de Cracovia, en 1973 fue nombrado miembro honorario de la Sociedad Estadounidense de Escritores de Ciencia Ficción (SFWA, en sus siglas inglesas), de la que, sin embargo, fue expulsado tres años después por sus constantes desprecios al género. Ese mismo año obtuvo el premio Nacional de literatura. En 1977 fue nombrado ciudadano honorario de Cracovia. Durante el estado de sitio de Jaruzelski se exilió en Alemania, donde publicóProvocación (1984), un asombroso ensayo de ficción sobre el holocausto.
Abandonó su producción narrativa a mediados de la década de 1980, tras la publicación de Fiasco (1986), considerada su novela más reflexiva, porque, “no veo la necesidad de escribir otro libro más” y para volcarse en el ensayo “como vehículo para seguir profundizando en la convulsión, el espanto y el vértigo de la sociedad”.
Desde entonces vivía tranquilo, junto a su esposa Bárbara, con la que se casó en 1953, y sus perros, en su casa de Cracovia, ciudad en la que falleció el 27 de marzo de 2006 a los ochenta y cuatro años de edad, tras una larga enfermedad coronaria. Sus libros, de los que ha vendido más de 27 millones de ejemplares, han sido traducidos a más de 40 idiomas



jueves, 12 de abril de 2012

Reseña sobre Lovecraft



Howard Phillips Lovecraft nació en 1890 en Providence, Rhode Island (EEUU) y falleció en la misma localidad en 1937. Desarrolló una mitología propia dentro del género del terror, siguiendo una corriente de terror cósmico materialista muy alejada de las vertientes tradicionales del género, sin embargo fue relativamente desconocido en vida, dándose a conocer de manera póstuma gracias a la difusión de su obra por parte de amigos y conocidos. Se interesó desde muy joven por la mitología árabe, y más adelante por la griega, escribiendo desde muy pequeño cuentos y poemas inspirados en estos dos ámbitos. Su abuelo, que se hizo cargo de su educación tras la muerte de su padre, le introdujo a las historias góticas de terror.

Sus obras se hallan marcadas por el pesimismo y el cinismo, y suelen dividirse en tres periodos: La época de las Historias macabras (1905-1920), el Ciclo del Sueño (1920-1927), y los Mitos de Cthulhu (1925-1935).

Sus temas más comunes son el conocimiento prohibido, la influencia de seres no humanos en la Humanidad, la culpa heredada (el concepto de que uno no puede escapar de los errores de sus ancestros), el destino, la idea de una Humanidad constantemente amenazada y en peligro, la raza, el género y los riesgos inherentes a una sociedad cientificista.

Ha desarrollado un seguimiento de culto gracias a la creación de un universo propio de seres de naturaleza diversa, donde destacan los monstruosos Primigenios y el Necronomicón, un terrible grimorio que muestra cómo invocarlos.

La declaración de Randolph Carter - H. P. Lovecraft



Les repito, caballeros, que su encuesta es inútil. Enciérrenme para siempre, si quieren; ejecútenme, si necesitan una víctima para propiciar la ilusión que ustedes llaman justicia; pero yo no puedo decir más de lo que ya he dicho. Todo lo que puedo recordar se lo he contado a ustedes con absoluta sinceridad. No he ocultado ni desfigurado nada, y si algo continúa siendo vago, se debe únicamente a la oscura nube que ha invadido mi cerebro... A esa nube, y a la confusa naturaleza de los horrores que cayeron sobre mí.
Vuelvo a decir que ignoro lo que ha sido de Harley Warren, aunque creo —casi espero— que ha encontrado la paz y el olvido definitivos, si es que existen en alguna parte. Es cierto que durante cinco años he sido su amigo más íntimo, y que compartí parcialmente sus terribles investigaciones en lo desconocido. No niego, aunque mi memoria no es todo lo precisa que sería de desear, que ese testigo suyo puede habernos visto juntos como él dice en el camino de Gainsville, andando hacia Big Cypress Swamp, a las once y media de aquella horrible noche. Y no tengo inconveniente en añadir que llevábamos linternas eléctricas, azadas y un rollo de alambre con diversos instrumentos; ya que esos objetos representaron un papel en la única escena que ha quedado grabada de un modo indeleble en mi trastornada memoria. Pero de lo que siguió, y del motivo de que me encontraran solo y aturdido a orillas del pantano a la mañana siguiente, insisto en que sólo sé lo que les he contado una y otra vez. Dicen ustedes que no hay nada en el pantano o cerca de él que pudiera constituir el marco de aquel espantoso episodio. Repito que no sé nada, aparte de lo que vi. Pudo ser una alucinación o una pesadilla —y espero fervientemente que lo fueran—, pero eso es todo lo que recuerdo de lo ocurrido en aquellas terribles horas, después de que nos alejamos de la vista de los hombres. Y el motivo de que Harley Warren no haya regresado sólo pueden explicarlo él, o su espectro... o algo desconocido que no puedo describir.
Como he dicho antes, las fantásticas investigaciones de Harley Warren no me eran desconocidas, y hasta cierto punto las compartía. De su gran colección de libros raros y extraños sobre temas prohibidos he leído todos los que están escritos en los idiomas que domino; muy pocos, comparados con los escritos en idiomas que no entiendo. La mayoría, creo, son obras en lengua arábiga; y el libro inspirado por el espíritu del mal —el libro que Warren se llevó en su bolsillo al otro mundo— que provocó los acontecimientos, estaba escrito en unos caracteres que nunca había visto. Warren no quiso decirme nunca lo que contenía aquel libro. En cuanto a la naturaleza de nuestras investigaciones..., ¿tengo que repetir que no gozo ya de una plena comprensión? Y encuentro misericordioso que sea así, ya que eran unas investigaciones terribles, que yo compartía más por renuente fascinación que por verdadera inclinación. Warren siempre me había dominado, y a veces le temía. Recuerdo cómo me estremecí ante la expresión de su rostro la noche anterior al espantoso acontecimiento, mientras hablaba ininterrumpida-mente de su teoría, de que ciertos cadáveres no se corrompen nunca sino que permanecen enteros en sus tumbas durante un millar de años. Pero ahora no le temo, ya que sospecho que ha conocido horrores más allá de mis posibilidades de comprensión. Ahora temo por él. Repito que no tenía la menor idea de nuestro objetivo de aquella noche. Desde luego, tenía mucho que ver con el libro que Warren llevaba —aquel libro antiguo en caracteres indescifrables que le había llegado de la India un mes antes—, pero juro que ignoraba lo que esperábamos descubrir. Su testigo dice que nos vio a las once y media en el camino de Gainsville, en dirección al pantano de Big Cypress. Probablemente es cierto, aunque yo no lo recuerdo claramente. En mi cerebro sólo quedó grabada una escena, y debió producirse mucho después de medianoche, ya que una pálida luna en cuarto menguante estaba muy alta en el cielo, velada por gasas semitransparentes. El lugar era un antiguo cementerio; tan antiguo, que temblé ante las múltiples evidencias de años inmemoriales. Se encontraba en una profunda y húmeda hondonada, cubierta de musgo y de maleza, y llena de un vago hedor que mi fantasía asoció absurdamente con piedras en descomposición. Por todas partes veíanse señales de descuido y decrepitud, y parecía acosarme la idea de que Warren y yo éramos los primeros seres vivientes que invadíamos un silencio letal de siglos. Por encima del borde de la hondonada la luna menguante atisbaba a través de los fétidos vapores que parecían brotar de ignotas catacumbas, y a sus débiles y oscilantes rayos pude distinguir una repulsiva formación de antiquísimos mausoleos, panteones y tumbas; todos en estado ruinoso, cubiertos de musgo y con manchas de humedad, y parcialmente ocultos por una lujuriante vegetación.
Mi primera impresión vívida de mi propia presencia en aquella terrible necrópolis se refiere al acto de detenerme con Warren ante una determinada tumba y de desprendernos de la carga que al parecer habíamos llevado. Observé entonces que yo había traído una linterna eléctrica y dos azadas, en tanto que mi compañero había cargado con una linterna similar y una instalación telefónica portátil. No pronunciamos una sola palabra, ya que ambos parecíamos conocer el lugar y la tarea que nos estaba encomendada; y sin demora empuñamos las azadas y empezamos a limpiar de hierba y de maleza la arcaica sepultura. Después de dejar al descubierto toda la superficie, que consistía en tres inmensas losas de granito, retrocedimos unos pasos para contemplar el fúnebre escenario; y Warren pareció efectuar unos cálculos mentales. Luego se acercó de nuevo al sepulcro y, utilizando su azada como una palanca, trató de levantar la losa más próxima a unas piedras ruinosas que en su día pudieron haber sido un monumento funerario. No lo consiguió, y me hizo una seña para que acudiera en su ayuda. Finalmente, nuestros esfuerzos combinados aflojaron la losa, la cual levantamos y apartamos a un lado.
Quedó al descubierto una negra abertura, por la que brotó un efluvio de gases miasmáticos tan nauseabundos que Warren y yo retrocedimos precipitadamente. Sin embargo, al cabo de unos instantes nos acercamos de nuevo a la fosa y encontramos las emanaciones menos insoportables. Nuestras linternas iluminaron un tramo de peldaños de piedra empapados en algún detestable licor de la entraña de la tierra, y bordeados de húmedas paredes con costras de salitre. Entonces, por primera vez que yo recuerde durante aquella noche, Warren me habló con su meliflua voz de tenor; una voz singularmente inalterada por nuestro pavoroso entorno.
—Lamento tener que pedirte que te quedes en la superficie —dijo—, pero sería un crimen permitir que alguien con unos nervios tan frágiles como los tuyos bajara ahí. No puedes imaginar, ni siquiera por lo que has leído y por lo que yo te he contado, las cosas que tendré que ver y hacer. Es una tarea infernal, Carter, y dudo que cualquier hombre que no tenga una sensibilidad revestida de acero pudiera llevarla a cabo y regresar vivo y cuerdo. No quiero ofenderte y el cielo sabe lo mucho que me alegraría llevarte conmigo; pero la responsabilidad es mía, y no puedo arrastrar a un manojo de nervios como tú a una muerte o una locura probables. Te repito que no puedes imaginar siquiera de qué se trata... Pero te prometo mantenerte informado por teléfono de cada uno de mis movimientos. Como puedes ver, he traído alambre suficiente para llegar al centro de la tierra y regresar.
Todavía puedo oír, en mi recuerdo, aquellas palabras pronunciadas fríamente; y puedo recordar también mis protestas. Parecía desesperadamente ansioso por acompañar a mi amigo a aquellas profundidades sepulcrales, pero él se mostró inflexible. En un momento determinado amenazó con abandonar la expedición si no me daba por vencido; una amenaza eficaz, dado que sólo él tenía la clave del asunto. Tras haber obtenido mi asentimiento, dado de muy mala gana, Warren cogió el rollo de alambre y ajustó los instrumentos. Finalmente, me entregó uno de los auriculares, estrechó mi mano, se cargó al hombro el rollo de alambre y desapareció en el interior de aquel indescriptible osario.
Fui a sentarme sobre una vieja y descolorida lápida, cerca de la negra abertura que se había tragado a mi amigo. Durante un par de minutos pude ver el resplandor de su linterna y oír el crujido del alambre mientras lo desenrollaba detrás de él; pero el resplandor desapareció bruscamente, como tapado por una revuelta de la escalera, y el sonido se apagó con la misma rapidez. Yo estaba solo, pero unido a las desconocidas profundidades por aquel mágico alambre cuyo verde revestimiento aislante brillaba bajo los pálidos rayos de la luna menguante.
Consultaba continuamente mi reloj a la luz de mi linterna, y estaba pendiente del auricular con febril ansiedad; pero durante más de un cuarto de hora no oí absolutamente nada. Luego percibí un leve chasquido, y llamé a mi amigo con voz tensa. A pesar de mis aprensiones, no estaba preparado para las palabras que me llegaron desde aquella pavorosa bóveda, con un acento de alarma que resultaba mucho más estremecedor por cuanto que procedía del imperturbable Harley Warren. Él, que se había separado de mí con tanta tranquilidad momentos antes, llamaba ahora desde abajo con un tembloroso susurro más impresionante que el más desaforado de los gritos:
—¡Dios! ¡Si pudieras ver lo que estoy viendo!
No pude contestar. Me había quedado sin voz, y sólo pude esperar. Warren habló de nuevo:

—¡Carter, es terrible... monstruoso... increíble!
Esta vez la voz no me falló, y vertí en el micrófono un chorro de excitadas preguntas. Aterrado, repetía sin cesar:
—Warren, ¿qué es? ¿Qué es?
De nuevo me llegó la voz de mi amigo, ronca de temor, ahora visiblemente teñida de desesperación:
—¡No puedo decírtelo, Carter! ¡Es demasiado monstruoso! No me atrevo a decírtelo... ningún hombre podría saberlo y continuar viviendo... ¡Dios mío! ¡Nunca había soñado en nada semejante!
Silencio de nuevo, interrumpido solamente por mis ocasionales y ahora estremecidas preguntas. Luego, la voz de Warren con un trémulo de desesperada consternación:
—¡Carter! ¡Por el amor de Dios, vuelve a colocar la losa y márchate si puedes! ¡Aprisa! ¡Déjalo todo y márchate... es tu única oportunidad! ¡Haz lo que te digo y no me pidas explicaciones!
Le oí, pero sólo fui capaz de repetir mis frenéticas preguntas. A mi alrededor había tumbas, oscuridad y sombras; debajo de mí, alguna amenaza más allá del alcance de la imaginación humana. Pero mi amigo estaba expuesto a un peligro mucho mayor que el mío, y a través de mi propio terror experimenté un vago resentimiento al pensar que me creía capaz de abandonarle en semejantes circunstancias. Se oyeron más chasquidos, y tras una breve pausa un lamentable grito de Warren:
—¡Dale esquinazo! ¡Por el amor de Dios, coloca de nuevo la losa y dale esquinazo, Carter!—. La jerga infantil de mi compañero, reveladora de que se encontraba bajo la influencia de una profunda emoción, actuó sobre mí como un poderoso revulsivo.
Formé y grité una decisión:
—¡Warren, resiste! ¡Voy a bajar!
Pero, ante aquel ofrecimiento, el tono de mi amigo se convirtió en un alarido de absoluta desesperación:
—¡No! ¡No pueden comprenderlo! Es demasiado tarde... y la culpa ha sido mía. Coloca de nuevo la losa y corre... es lo único que puedes hacer ahora por mí.
El tono cambió de nuevo, esta vez adquiriendo una mayor suavidad, como de resignación sin esperanza. Sin embargo, seguía siendo tenso debido a la ansiedad que Warren experimentaba por mi suerte.
—¡Date prisa! ¡Corre, antes de que sea demasiado tarde!
No traté de contradecirle; intenté sobreponerme a la extraña parálisis que se había apoderado de mí y cumplir mi promesa de acudir en su ayuda. Pero su siguiente susurro me sorprendió todavía inerte en las cadenas de un indescriptible horror.

— ¡Carter, apresúrate! Todo es inútil... tienes que huir... es mejor uno que dos... la losa... Una pausa, más chasquidos, luego la débil voz de Warren:
—Todo va a terminar... no lo hagas más difícil... cubre esos malditos peldaños y ponte a salvo... no pierdas más tiempo... hasta nunca, Carter... no volveremos a vernos.
El susurro de Warren se hinchó hasta convertirse en un grito; un grito que paulatinamente se hinchó a su vez y se hizo un alarido que contenía todo el horror de los siglos...
—¡Malditos sean los seres infernales! ¡Hay legiones de ellos! ¡Dios mío! ¡Huye! ¡Huye! ¡HUYE!
Después, silencio. Ignoro durante cuantos interminables eones permanecí sentado, estupefacto; susurrando, murmurando, llamando, gritándole a aquel teléfono. Una y otra vez a través de aquellos eones susurré, murmuré, llamé y grité:
— ¡Warren! ¡Warren! ¡Contesta! ¿Estás ahí?
Y entonces llegó hasta mí el horror culminante: el horror indecible, impensable, increíble. Ya he dicho que parecieron transcurrir eones después de que Warren lanzó su última desesperada advertencia, y que sólo mis propios gritos rompieron el pavoroso silencio. Pero al cabo de unos instantes se oyó un chasquido en el receptor y tensé el oído para escuchar. Grité de nuevo: «Warren, ¿estás ahí?», y en respuesta oí lo que envió la oscura nube sobre mi cerebro. No intentaré describir aquella voz, caballeros, puesto que las primeras palabras me arrancaron la conciencia y crearon un vacío mental que se extiende hasta el momento en que desperté en el hospital. ¿Qué podría decir? ¿Que la voz era hueca, profunda, gelatinosa, remota, sobrenatural, inhumana, incorpórea? Aquello fue el final de mi experiencia, y es el final de mi historia. Lo oí, y no sé nada más... La oí mientras permanecía petrificado en aquel cementerio desconocido en la hondonada, entre las lápidas carcomidas y las tumbas en ruinas, la exuberante vegetación y los vapores miasmáticos... La oí surgiendo de las abismáticas profundidades de aquel maldito sepulcro abierto, mientras contemplaba unas sombras amorfas y necrófagas danzando bajo una pálida luna menguante.
Y esto fue lo que dijo:
« ¡Imbécil! ¡Warren está MUERTO!»